...dónde estamos...


Puedes ofrecerme el mundo, los siete mares, el cielo entero, el paraíso antes que el infierno, tu cuerpo entero para abrazarte, para hacerte el amor noche y día, para besarte cada recodo y seguir descubriendo nuevas tierras dentro de ti, puedes ofrecerme tu alma para devorarla y llenarme de tu vitalidad, tu almohada para llenarme de tus sueños, tus ojos para saciar mi sed con tus lágrimas, puedes tenerme ahí, a tus pies, como hace un año, mordiéndote como un animal salvaje, lleno de intriga, en tus pliegues de chocolate, jugar en tu nariz de niña pequeña, en tus mejillas particulares… pero no podemos: el recordarte me hace alejar más y más de ti; es recordar mis malos actos, tus venganzas, nuestra estupidez tan infantil, los gritos, el incesante malestar, los dolores de cabeza, el odio, la rabia, el apretar los dientes, reprimir el dolor, golpearse a uno mismo, los apretones, el no dejarme tranquilo, las llamadas por celular, los mensajes de odio, las pesadillas, el no poder dormir, el frío acompañado de la cama, el despertar abrazado a ti, llorando, desconsolado, preguntándote por qué las cosas tenían que ser así, por qué teníamos que vivir esto… dónde quedaron nuestros sueños, nuestra fe, nuestra casa soñada, Sofía, dónde quedó eso… tan frágil se derrumbo a verdades, como los pequeños montoncitos de tierra se derrumban al recibir agua salada, como una torre de naipes, como el amor después de la traición… dónde quedamos… en la nada, perdidos en la niebla, volando bajo tierra, mordiendo el polvo, llorando por la tristeza. Estamos mal, lo sabemos… pero debemos pensar que juntos, podríamos estar mucho peor.
Sabes muy bien a qué se deben las cosas. No quiero ser más el tipo malo de la película, que me refrieguen la vergüenza ni mis malos actos de los que me arrepiento enormemente por la cara, como un escudo para que no escape, para que me sienta mal y vuelva ahí, a tu nido tan podrido. No pienso seguirme envenenando con tu carne, ni con tus lágrimas.

El Diario de Francisca II


2

Todo de nuevo




Francisca había llegado a pensar, casi inconscientemente, que tal vez su madre podría haberle estado mintiendo acerca de lo de su próxima habitación en el segundo piso de la casa nueva como un método para dejarla más tranquila respecto a la mudanza, sabiendo que un poco de esperanza depositada en ella, al final de todo, haría un buen trabajo. Pero después de todo, y para bien de la propia chica, su madre no le había mentido en lo absoluto. Su nuevo hogar era, si bien no inmenso, mucho más amplio que todos en los que habían vivido anteriormente, sin contar con el hecho de que obviamente tenía dos plantas. Sin duda alguna, la empresa de su padre quería tenerlos viviendo en un buen lugar esta nueva temporada; los negocios, probablemente, debían ir bien.
            --Es inmensa... –susurró Francisca, paseándose por el vacío vestíbulo de la casa.
            --Sí que lo es –dijo su mamá, luciendo una mueca de “te lo dije” en el rostro--. Hasta creo que sobrará un cuarto.
            --Será para algún huésped inesperado –comentó su esposo, acercándose por la espalda a ésta última para tomarla por la cintura y darle un beso en su nuca. La mamá de Francisca emitió una risita y un temblor nervioso. Sebastián hizo una mueca de cómico asco y se dirigió al segundo piso para explorarlo.
            Justo en ése momento, cuando su hermana iba a acompañarlo en su aventura para verificar qué tan grande era el lugar adónde él se había encaminado, se comenzó a oír el intenso vibrar del motor de un camión en la distancia. Era evidente: el trabajo aún no había terminado. Ahora tocaba desempacar.
            “Oh, Dios...”, resopló mentalmente la chica.
            Sus padres salieron a la calle y ella detrás de ellos. El enorme vehículo venía recién doblando por la esquina en que ellos mismos se habían detenido para que su padre pudiera verificar el nombre de la calle en la que se encontraban. No demoraron mucho en quedar estacionados frente a la casa. Los trabajadores se bajaron del camión algo agotados por el largo viaje y comenzaron a bajar todas las cosas que contenía la zona de carga de éste, mientras uno de ellos (el chofer) le hacía firmar al papá de Francisca un documento de aspecto importante.
            --Señora, tendrá que decirnos dónde quiere que dejemos todas las cosas –le dijo uno de los trabajadores a la mamá de Francisca caballerosamente.
            --Está bien. Yo les indicaré dónde.
            Francisca vio la hora en su reloj de Minnie con aire cansado (propiedad suya desde que tenía cinco años) para darse cuenta de que eran casi las nueve de la noche. Las labores en el hogar tenían como para un par de horas más, por lo bajo. Fue por eso que la chica decidió desperezarse un poco y ayudar en lo que pudiera con la mudanza, aunque aquello sólo rebajara en cinco minutos todo lo que se podían llegar a retrasar los trabajadores en total.
            --Manos a la obra –dijo en voz alta, para darse un poco más de ánimos.
           

La joven Santibáñez no se sorprendió para nada al saber que había estado correcta al pensar que demorarían casi dos horas en bajar todas sus cosas del camión y establecer la mayoría de ellas dentro de la casa. Siempre era todo así de caótico; salvo que en ésta ocasión, por primera vez, la mudanza terminaba a altas horas de la noche. Ubicaron las cosas más importantes, como las camas y ciertos otros muebles en sus respectivos lugares, y decidieron entonces por dejar de trabajar hasta el día siguiente.
            El señor Santibáñez firmó unos cuantos papeles antes que los de la mudanza se fueran y cerró todas las puertas con llave. La casa, a pesar de ser nueva, le daba un extraño aire de seguridad a Francisca. Pocas veces se sentía así. Quizá fuera una especie de premonición o algo por el estilo lo que le daba a pensar que tal vez las cosas no fueran tan malas después de todo, como le había dicho su madre días atrás.
            --Bien, Francisca, ¿estás lista para dormir en tu nuevo cuarto? –le preguntó su madre señalando su vacía nueva habitación... vacía a excepción de la cama que reposaba al medio de ésta, evidentemente.
            --Sí –replicó su hija. Su nuevo cuarto no podía ser mejor: justo al frente de la puerta de entrada había una ventana que daba directamente al bosque de la villa, ahora ensombrecido por la noche. Era tal y como la había imaginado con anterioridad. Ya se veía a sí misma sentada en el alfeizar de la ancha ventana, escribiendo, escuchando música o haciendo cualquier otra cosa. Era perfecto--. Ya empecé a amarla.
            --Así me gusta –dijo una voz masculina detrás de ellas. Obviamente era el señor Santibáñez, que sonreía con aire satisfecho y con sus manos en jarras--. La casa me ha encantado. Es la más hermosa de todas en las que hemos estado.
            --Es verdad –corroboró su esposa, luciendo una sonrisa similar a la de él--. Mañana, si es que nos queda tiempo luego de ordenar todas las cosas, podríamos ir a explorar el famoso bosque del que te habló Rubén.
            --Sería genial, pero lo dudo, cariño –le dijo el señor Santibáñez--. No creo que terminemos de ordenar todas las cosas en un solo día –Y dirigiéndose a Francisca, agregó--: Bien, Frannie, tendrás que dormir ahora: ya es muy tarde para ti y mañana tenemos mucho trabajo que hacer.
            --Está bien, papá.
            Sus padres le dieron un beso de buenas noches en la cabeza y cerraron la puerta detrás de ellos. Francisca se quedó un rato observando todo lo que le ofrecía la vista desde su ventana y, acto seguido, comenzó a ponerse su pijama escuchando cómo su hermano Sebastián le pedía prestado el celular a su padre para (lo más seguro) llamar a Jessica y decirle que todo estaba en orden, que la echaba de menos y todas esas cosas que suelen hacer los novios recién distanciados.
            Al meterse a la cama, notó lo fría que estaba ésta y trató de conciliar el sueño sin poder evitar pensar en todo lo que había vivido ése día. Se acordó, entonces, de los presentes que le habían dado sus amigas y que no había abierto todavía. Trató de acordarse si los había bajado del auto o no, sin poder llegar a nada concreto. Se debatió unos cuantos minutos sobre eso, manoseando la idea si bajaba a buscarlos o no. Para cuando ya se estaba haciendo las ganas para salir de su abrigada cama hasta el frío y nuevo vestíbulo, Morfeo la pilló desprevenida y le echó encima su manto de los sueños. La pobre chica estaba cansadísima por culpa del viaje de casi ocho horas de duración que había hecho con su familia y por haber ayudado durante casi una hora entera a ingresar sus pertenencias a su nueva casa.
            Cuando la chica ya se había sumergido en un profundo y cansino sueño, una luz verde con forma de cúpula estalló en el corazón del bosque al frente de su casa, del mismo lugar de donde habían salido volando los pájaros hacía mucho rato atrás. Algo ahí se sentía alegre al saber que habían llegado nuevas personas al vecindario...


Al despertar, la pequeña Francisca se sintió algo desorientada al ver que las paredes de su habitación eran más amplias que de costumbre y el techo parecía un poco más distante y era de otro color del que frecuentaba ver al abrir los ojos cada mañana. Claro, ya estaba en otra casa. Supongo que a ti también te ha sucedido cuando despiertas en la casa de una amiga o amigo tuyo luego de una pijamada o una noche de películas de terror.
            Buscó sus pantuflas sin lograr recordar si las había sacado de la caja en donde se encontraban o si se había olvidado hacerlo la noche anterior. Pensó que lo más probable era que se hubiera olvidado de ellas y se decidió por bajar (qué extraño sonaba eso de decir “bajar”) a la cocina para tomar desayuno.
            Resultó que sus padres estaban hablando en la desolada cocina. Parecían estar decidiendo qué harían a continuación.
            --Como ya habrás visto, no tenemos mucho con qué cocinar –dijo el señor Santibáñez--, por lo que creo que tendremos que ir a desayunar a otro lugar.
            Y eso fue lo que hicieron. Despertaron a Sebastián (quien para variar tenía grandes ojeras y los ojos inyectados en sangre), y ya, todos vestidos, se subieron al auto para ir a algún lugar cercano de comida rápida para desayunar algo liviano. La enorme cantidad de cajas apiladas por toda la casa auguraba un montón de trabajo para la tarde, pero las horas respectivas de las comidas jamás se debían saltar. Energía era lo que más necesitarían a lo largo del día.
            Resultó que el sitio que buscaban estaba mucho más cerca de lo que habían llegado a pensar. A sólo unas tres cuadras de distancia de su casa había un negocio que se encargaba de vender distintos tipos de colaciones para toda hora del día, especial para familias que preferían salir a comer afuera para ahorrarse el trabajo de preparar la comida y tener luego que lavar los platos y los servicios.
            El negocio (llamado “A la vuelta de la esquina”) estaba bonitamente ornamentado por unas cuantas mesas y sillas repartidas por todo el antejardín de la casa, sombreadas por quitasoles azules, y una gran cantidad de dibujos de madera de pollos ofreciendo los distintos menús del día y los productos que ahí se vendían. A Francisca le parecía extraño que la gente siempre dibujara a los animales tan felices y animados sabiendo que eran ellos los que se convertirían en la próxima cena familiar del día; si fuera por ella, estaría triste si supiera que se iba a convertir en el almuerzo de otro ser humano, o de un tigre o un león.
            Los Santibáñez vieron cómo una madre de pelo liso castaño y lentes recibía un par de sándwiches y dos jugos en caja para luego marcharse con una niña pequeña idéntica a ella con un gorro de rana sobre su cabeza, con largas patas verdes colgando por sus costados y unos enormes ojos parecidos a pelotas de tenis. Francisca le dedicó una sonrisa a la chica cuando pasó a su lado, con un aire misterioso que más que causarle recelo, creó en ella una especie de extraño afecto. Debía tener su misma edad, más menos.
            --¿Qué vas a querer, Fran? –le preguntó su padre desde la mesa de atención del local.
            --Un sándwich con jamón y queso derretido y un poco de té –fue la respuesta de la niña.
            A los pocos minutos después, los cuatro se encontraban comiendo sus respectivos desayunos en una de las mesas antes mencionadas, viendo cómo salían los primeros niños a jugar a la calle un día domingo, cómo algunos adultos se dedicaban a regar sus jardines y cómo algunas chicas salían a pasear a sus perros mientras andaban sobre sus patines.
            Al acabar con sus comidas, todos le dieron las gracias a la persona que los había atendido y volvieron al auto para empezar de una vez por todas con todo el trabajo que les quedaba por delante.
            Antes de apearse del vehículo, Francisca se acordó de los presentes de sus amigas (no sin sentir un nudo en su garganta) y bajó con ellos, dirigiéndose a la privacidad de su cuarto para abrirlos, por si le salía más de alguna lágrima (que presentía que sería lo más probable).
            Ya en su habitación, abrió primero el de Tamara, una pequeña caja de cartón revestida con un brillante papel de regalo azul eléctrico. En su interior había una colección de pequeños aros colgando de un bello árbol de metal adornado con incrustaciones de pequeñas gemas de plástico en sus ramas, una billetera rosada de cuero y una carta escrita en una hoja de cuaderno con caritas felices por todos sus bordes. La caja de Ximena contenía una linterna (con una pintoresca nota atada a ella que rezaba: “Para cuando te de miedo la oscuridad”) y una carta parecida a la de su amiga. Y por último, estaba la caja de Antonia, que contenía una carta escrita por su propio puño y letra, una lapicera con su nombre en ella y la colección de libros de Las Crónicas de Narnia. Francisca apiló todos los regalos a un lado de ella y comenzó a leer una a una las cartas de sus amigas, empezando por la de Tamara. Cuando iba en la mitad de ésta, no pudo aguantar más las lágrimas que trataban de salir con fuerza por sus ojos y rompió a llorar con fuerza, como no había querido hacerlo hasta ése entonces. Y así, cada vez que fue leyendo las demás cartas de sus amigas, se le fueron acumulando más sentimientos de tristeza y angustia en su pecho, sentimientos que fueron saliendo sin muchos miramientos en forma de un llanto que parecía querer romperle la garganta, el corazón y sus castaños ojos con ímpetu.
            Era un hecho que a sus amigas no las vería más...
            Dejó las cartas (con la tinta en muchas de sus partes borroneadas por sus propias lágrimas) bajo la almohada de su cama y dejó todos los regalos de sus amigas encima de ella. Se secó los ojos con el dorso de su mano y salió al pasillo del segundo piso para dirigirse al baño del mismo, en donde se refrescó la cara y trató de disimular lo rojo de sus ojos restregándoselos con la fría agua del grifo.
            --¡Francisca, ¿te pasa algo?! –le preguntó su mamá desde el primer piso.
            --¡No, nada, voy de inmediato! –mintió la chica, forzando su voz para que no sonara cortada.
            Acto seguido, se secó la cara con la única toalla que habían logrado sacar de una de las cajas el día anterior y bajó por las escaleras hasta el living de la vivienda. Su madre la miró con ojo analítico apenas la vio aparecer, quedándose así un buen rato en que la pequeña Santibáñez trató de evitar que sus ojos se posaran sobre ella. Fueron casi diez segundos que parecieron una eternidad. Al final, y para alegría de la muchacha, llegó el señor Santibáñez silbando divertidamente una canción de Américo, rompiendo el incómodo momento diciendo, con aire pomposo:
            --Bueno, señoras y señores, ha llegado el momento de la verdad.  


La nueva casa de dos pisos parecía no presentar ninguna clase de inconvenientes (de hecho, era bonita, amplia, agradable y cálida) hasta que los Santibáñez fueron conscientes de que debían subir una gran cantidad de muebles utilizando como único camino la escalera que daba a la segunda planta. Claro, la noche anterior habían sido los de la mudanza quiénes habían subido las camas de sus hijos por la escalera, trabajadores con el cuerpo apto para aquellos trabajos, no ellos, quienes simplemente se habían dedicado a ordenar un par de cosas entre todo el revoltijo de objetos luego de haberlos bajado del gran camión con gran esfuerzo.
            --Creo que tendremos que machacarnos los riñones, Melissa –le dijo el señor Santibáñez a su esposa, resoplando frente a la escalera que se les presentaba en frente--. No queda otra.
            --Rayos –dijo ella, haciendo una mueca de disgusto--. Le hubieras pagado un poco más a los de la mudanza para que hicieran todo el trabajo sucio. Total, eso lo podría haber cubierto la empresa, ¿no?
            --Claro, pero no todo –murmuró su esposo, algo azorado--. Al menos no tenemos que subir las camas ni nada de eso –agregó, tratando de mostrarse optimista.
            --Algo es algo –dijo la señora Santibáñez, sonando un poco irónica. Miró a Sebastián y Francisca y les indicó--: Ustedes encárguense de ordenar el mayor número de cosas en este piso. Pueden echar los cubiertos en los muebles de la cocina, los platos, ubicar algunas lámparas, qué se yo.
            --Está bien –dijeron ambos hermanos, casi al unísono.
            Cuando los dos se estaban dirigiendo a la cocina para comenzar a ordenar allí todo lo relacionado a ella, Francisca creyó escuchar que su mamá le decía a su padre algo como: “espero ésta sea la última vez que tengamos que cambiarnos de casa”.
            Francisca creyó, por su parte, que no aguantaría otro cambio más.
            Estuvieron casi tres horas consecutivas ordenando y ordenando, llevando cosas de aquí para allá por todo el hogar, casi como verdaderas hormigas obreras. Para cuando sus padres decidieron hacer un pequeño receso para ir a almorzar “A la vuelta de la esquina”, todos alegaban de sentir grotescos dolores en la espalda y en los brazos. Seguramente tú también has llegado a sentirte así de mal luego de haber ayudado a tus padres en las tareas de la casa, o luego de haber hecho un aseo meticuloso en tu habitación o después de haber ayudado a armar el árbol de Navidad en el vestíbulo de tu hogar. Si no lo has llegado a sentir nunca, siéntete de verdad muy afortunado, puesto que las molestias producidas por el agarrotamiento de los músculos utilizados perduran de verdad muchos días.
            Adoloridos, se dirigieron al local caminando (¿para qué gastar bencina en tiempos en que estaba tan cara y contribuir con la contaminación del medio ambiente cuando caminar era gratis y te hacía tan bien para la salud y no dañaba a nadie?), mirando algunas casas cercanas e inspeccionando y saludando a todos los nuevos vecinos que se les cruzaban por el frente. Resultó que la mayoría de ellos eran muy buena onda, saludando y presentándose con fuertes y afectuosos apretones de manos; los restantes, que fueron no más de unas tres o cuatro personas, sólo saludaron haciendo un ademán con el mentón y gruñendo algo inteligible, en su mayoría ancianos que tal vez se sentían desdichados por vivir sus últimos días tal como los estaban viviendo.
            --Es mejor no tomar en cuenta aquellos vecinos –les susurró la señora Santibáñez a los demás, luego de haber pasado el primer anciano gruñón--, menos tratar de conseguirles una taza de azúcar o pedirles prestado un alargador para enchufes.
            Todos rieron por el chiste.
            Bajo un brillante y cálido sol de invierno, bañado por veloces nubes que parecían correr en una frenética carrera entre ellas, los cuatro Santibáñez llegaron hasta el local de comida rápida. Algo extrañado, el joven tipo que atendía (cuya edad debía redondear los treinta años) los saludó y les preguntó si querían almorzar allí.
            --Sí –replicó el papá de Francisca--. ¿Qué tienen de menú?
            --Los clásicos de ayer y hoy –le dijo el hombre del otro lado de la mesa, luciendo una amplia sonrisa--. Tenemos arroz, ensaladas, fideos y porotos. Y para acompañar, le tenemos pescado frito, pollo asado, papas fritas y hamburguesas.
            --¿Qué van a querer? –les consultó el señor Santibáñez a su esposa e hijos. Luego de que éstos contestaron, el señor Santibáñez se lo hizo saber al vendedor--. ¿Cuánto es en total?
            El vendedor le indicó cuánto.
            --¿Ustedes son nuevos acá, no? –le preguntó el hombre al señor Santibáñez mientras éste intentaba sacar su billetera del bolsillo posterior de sus jeans--. ¿O son familiares de algún vecino de por acá cerca?
            --Somos nuevos –le respondió el señor Santibáñez, extendiendo un billete de diez mil pesos hacia él--. Acabamos de llegar ayer, en la noche.
            --Ya veo –asintió el vendedor, con cara de haber visto calzar ante sus ojos todas las piezas de un rompecabezas--. No les quise preguntar nada en la mañana... Como venían en auto, supuse que eran turistas o algo por el estilo. Verlos por segunda vez en el día, y a pie, me dejó en claro que tenían que vivir por acá cerca.
            --Muy buena deducción –sonrió el señor Santibáñez.
            --Hacer deducciones resulta muy entretenido cuando no hay mucho qué hacer –dijo el vendedor--. Sobre todo en un día domingo --Y diciendo esto, le hizo entrega del cambio correspondiente al papá de Francisca--. En seguida le traigo sus pedidos. Si gustan, pueden tomar asiento en donde les plazca.
            --Muy amable, gracias.
            A los cinco minutos después, los Santibáñez se encontraban almorzando al aire libre los menús que cada uno había pedido. Comieron lentamente, saboreando, muertos de hambre, cada trozo de comida que se llevaban a la boca. Para cuando hubieron terminado, todos satisfechos, las distintas mesas repartidas por todo el lugar se hallaban ocupadas por familias que seguramente querían descansar el último día de la semana antes de empezar otra nueva.
            “Quién como ellos”, pensó Francisca, recordando que tenían que volver a casa para continuar con el orden de todas sus pertenencias.
            --¿Todos listos para seguir con el maravilloso trabajo? –les preguntó el señor Santibáñez a su familia, bostezando.
            Todos afirmaron con alicaídos movimientos de cabeza. Despidiéndose del vendedor (que no dejaba de recibir más y más clientes), los Santibáñez se encaminaron hacia su hogar a pasos lentos, como si lo que menos quisieran fuera llegar a ella.
            Allí, por desgracia de sus ya cansados cuerpos, no terminaron de trabajar hasta eso de las siete de la tarde.
            --Al menos ya todo se ve más ordenado y limpio –resopló el papá de Francisca observando la casa con aire satisfecho--. ¿Se dan cuenta de lo hermosa que es?
            --Sí –aprobaron todos. Y tenía razón: la casa de verdad se veía bonita, con una lámpara halógena en una de sus esquinas, justamente arriba de un cómodo sillón, como para detenerse a leer ahí debajo; un estante lleno de libros de recetas, enciclopedias del cuerpo humano y distintos tomos de atlas mundiales; un pequeño mini bar para los adultos y visitas; y, cómo no, el bien amado televisor instalado en una de las paredes del vestíbulo, al frente del sofá familiar. La casa tenía ése aire acogedor que la gran mayoría de las casas anteriores no tenían en un principio. Era extraño, pero por primera vez, en años, Francisca se sentía como en casa.
            --¿Qué más nos falta? –preguntó Sebastián, abriendo la boca como hipopótamo para bostezar.
            --Bueno, ya que lo dices –le dijo su padre--, tenemos que ir a por provisiones al supermercado. ¿Quién dijo yo?
            Francisca sabía que diciendo “yo” o no, todos tendrían que volver a subir al auto para dirigirse al centro de la ciudad, en donde naturalmente se encontraría el supermercado al que debían ir para buscar comida con qué rellenar el refrigerador y los estantes de provisiones.
            --Mejor voy a buscar un abrigo –exhaló su esposa, dirigiéndose al segundo piso con pasos cansados, dejando al señor Santibáñez con sus palabras en el aire.
            Francisca y Sebastián la siguieron en silencio.











El diario de Francisca I


1

Hogar, dulce hogar


Para Francisca Cortés, 
mi pequeño cofre de virtudes e imaginación



Comenzar a vivir en un nuevo hogar no es cosa fácil. Eso, Francisca lo sabía muy bien. Tienes que volver a acostumbrarte a nuevos amigos, a un nuevo colegio, a un nuevo vecindario, a un nuevo clima, a una nueva ciudad. Y lo peor de todo, es tener que empacar y desempacar todas tus pertenencias para volver a acomodarlas en un nuevo sitio.
            --¿Por qué tenemos que cambiarnos de casa otra vez? –le preguntó Francisca a su madre mientras tomaban onces, rezongando, aprovechando que su padre aún no llegaba de su trabajo.
            --Bueno, pues por las labores que tiene que cumplir tu padre para la empresa en la que trabaja –respondió su madre, luego de sorber un poco de su té verde.
            --¿Pero por qué siempre tenemos que hacer esto? Ya estoy cansada de tener que estar echando mis cosas dentro de una caja para después tener que sacarlas y volver a ordenarlas en otro lado. ¡Si nos acabamos de cambiar a ésta casa el año pasado!
            --Son cosas que no podemos manejar nosotras –dijo su madre, dejando la taza que sostenía en su mano sobre su respectivo platillo. Se quedó mirando a Francisca--. ¿O acaso quieres ser como uno de esos niños que andan pidiendo en la calle, todos muertos de hambre y frío?
            No, claro que no quería. Francisca ya había escuchado en dos ocasiones parecidas el mismo discurso. Sólo le quedó agachar su cabeza y decir:
            --No, mamá. No quiero eso.
            --Entonces tendrás que acostumbrarte a esta vida. Deberías darte con una piedra en el pecho por todo lo que tienes.
            Francisca sintió ganas de llorar. Iba a perder a todos sus amigos del colegio, a sus vecinos, a los profesores que tan bien le caían. Iba a perder todo lo logrado en la ciudad. Pero así era su vida. No había nada qué hacerle.
            La niña tomó su tazón de leche, haciendo el gesto de levantarse de la mesa para acabar con ella en su cuarto. Sin embargo, su madre la detuvo poniendo su mano sobre la de ella, con cariño.
            --No tienes por qué tomarte todo tan mal, Frannie –le dijo suavemente, ladeando un poco su cabeza--. Tienes que verle el lado positivo a éste cambio. Tu papá me ha dicho que la casa en donde viviremos tendrá un segundo piso, con habitaciones y todo.
            --¿En serio? –Francisca se había sorprendido por ése detalle.
            --Es en serio –asintió su madre--. Y con tu papá hemos pensado que las dos habitaciones del piso superior restantes pueden ser para ti y para tu hermano.
            La chica estuvo apunto de soltar una risotada. Había querido tener un cuarto en el segundo piso desde que tenía seis años, cuando se habían trasladado por primera vez de casa. De eso habían pasado cuatro años casi exactos. Por desgracia, las casas a las cuales se cambiaban, ninguna tenía segunda planta.
            --¡Genial! –se alegró la niña, levantando ambos brazos.
            --Trata de verle siempre el lado bueno a las cosas, Francisca. No todos los cambios son malos en la vida. Acuérdate de eso.
            Y no se iba a olvidar jamás de ésas palabras.
            Quien sí parecía no verle el lado bueno al cambio de casa era su hermano mayor, Sebastián. Tenía dieciséis años y estaba recién cursando el segundo medio en el mismo colegio que Francisca. Él, por su lado, iba a perder algo más que sus amigos: iba a perder a su novia. Llevaban apenas dos meses, pero él demostraba quererla la misma cantidad de estrellas que habían en el firmamento. Se le veía ahora más triste que nunca, consciente de que iba a mudarse a una ciudad que quedaba a muchísimos kilómetros de distancia de la suya. Por ende, volver a verse en persona luego de su partida sería algo casi tan imposible como lamerse la punta del codo con su propia lengua.
Pobre Sebastián. Era por ésa razón que pasaba enclaustrado en su habitación escuchando música y con el ánimo por los suelos. Llegaba a casa más tarde de la hora que le correspondía, pero eso sus padres lo entendían casi a la perfección. Debía aprovechar los últimos días con su novia hasta el último segundo posible. Pronto no se verían más.
Francisca se durmió ése mismo día con un extraño sentimiento de alegría mezclado con tristeza. La tristeza, obviamente, era producida porque iba a dejar de ver a sus amigas para siempre. Pero por otro lado, sentía una rara alegría porque por fin iba a poder cumplir su sueño de dormir en una habitación ubicada en la segunda planta de una casa. Seguramente podría acostarse un poco más tarde para ver los tejados de las casas vecinas con la luz apagada, o los astros y sus casi imperceptibles constelaciones. Se imaginaba a sí misma escribiendo en su diario de vida al lado de la ventana, ayudándose sólo de la luz de las estrellas o de los faroles anaranjados para trazar en oraciones todo lo que le había sucedido durante el día o los sentimientos que tenía dentro suyo, encerrados en su pecho.
No pudo evitar sonreír y quedarse dormida casi al instante, sin oír siquiera murmullo alguno de la conversación sostenida entre su hermano y su novia por teléfono, ni el sonido del auto de su padre cuando éste llegó de su trabajo, ni el repiquetear de los servicios y el plato de loza contra la mesa cuando su madre le sirvió la cena a su esposo. Simplemente quedó rendida ante los poderosos brazos de Morfeo sin oponer resistencia.
Obviamente sus amigas se pusieron tristes cuando Francisca les contó acerca de su próximo destino. Era lógico que tal vez nunca más se volvieran a ver y sólo tendrían contacto a través de MSN o Facebook, medios sociales a los cuales todas pertenecían. Le daba pena pensar en ello, pero de cierta manera ya lo tenía asumido como una realidad que tenía que vivir. Era por eso que trataba de no encariñarse mucho con las personas a las que conocía; un pensamiento bastante devastador para ser propio de una niña de tan sólo diez años.
--¿Cuándo te vas? –quiso saber Antonia, una de sus mejores amigas, con los ojos brillosos y la voz algo quebrada.
--Mis padres dicen que al final de mes –fue la respuesta--. Es una cuestión de días.
--¡No puede ser! –se quejó Ximena, llorando de un de repente. Todas sus amigas rodearon a Francisca y la abrazaron, terminando todas por estallar en lágrimas justo minutos antes de entrar a clases, a eso de las ocho de la mañana.
La profesora, al verlas, les dio permiso para que fueran al baño y se lavaran la cara ante las miradas atentas de todos sus demás compañeros.
Y como suele suceder dentro de una institución escolar en donde sólo existe un curso por cada nivel, la noticia de la futura partida de Francisca se transmitió como un virus de resfrío. Fue así cómo pasado tres días de aquél evento, se celebró en la sala de clases una pequeña convivencia para despedir a su compañera. Hubo risas en abundancia, así como también hubo algunas lágrimas que no esperaron mucho por salir. Todo lo que tenía que decirse y hacerse, se hizo para bien.
Sus compañeros le entregaron dibujos y cartas con palabras de aliento y felicidad para que no se olvidara de ellos ni de los agradables momentos que habían vivido juntos. Francisca los guardó todos en su Baúl de Los Recuerdos (denominación que le entregaba a una caja de viejas zapatillas en donde guardaba todo lo que le hacía recordar buenos pasajes de su vida) con aire melancólico, preguntándose (una vez más) cómo sería su nueva vida en otra región, si es que ahí habrían más personas como las que tenía que dejar ahora; y para variar, ése Baúl de Los Recuerdos tuvo que ser guardado dentro de otra caja más grande, una de plástico. Había llegado la hora de empacar. Una verdadera lata, por cierto.
Como siempre, Francisca terminó por encontrar objetos que creía perdidos desde hacía tiempo, alguna que otra araña medio crecida y un acceso casi fulminante de estornudos producidos por la enorme cantidad de polvo que se levantaba de la superficies de muebles sin limpiar desde hacían días. Todo (libros, cuadernos, textos del colegio, guías de ejercicios, muñecas, peluches, pósters y otras cuantas cosas sin mucha importancia para ustedes) cupo en exactas cinco cajas de plástico grande. Su cuarto se veía algo más grande y... claramente, mucho más vacío. Lo único que faltaba por empacar era el televisor, su cama y la mesita de noche en donde reposaban cosas que podía transportar dentro de sus bolsillos. Aquello se iría en la mañana del día siguiente directo al camión de la mudanza, porque de lo contrario, tendría que haber dormido en el suelo.
Inquieta, la niña trató de quedarse dormida de inmediato, apagando la luz de su velador mucho antes que lo normal. Sin embargo, le fue imposible conciliarlo hasta dentro de una hora, más o menos, puesto que con lo nerviosa que estaba, relajarse parecía una proeza difícil de realizar incluso con lo cansada que estaba luego de haber empacado todas sus pertenencias durante la tarde entera.
Al día siguiente se despertó sobresaltada a eso de las siete de la mañana, con la sensación de que si no se apuraba, iba a llegar tarde a clases. No obstante, ése día no tendría por qué ir al colegio; y si hubiera tenido que hacerlo, se habría encontrado a sí misma completamente equivocada, puesto que la hora de ingreso a clases era a las ocho con diez minutos de la mañana.
Fue al baño a mojarse la cara y beber un poco de agua del cuenco formado por sus dos manos. Sus padres, medio adormilados, se paseaban por los pasillos de la que iba a ser, en unas cuantas horas más, su antigua casa. Se vistió con lentitud y fue hasta la cocina para tomar desayuno con sus padres y su hermano, quien tenía una cara de al menos unos tres metros; sus ojos delataban todo lo que había llorado el día anterior por Jessica, su novia. Nadie habló mucho; nadie parecía tener ganas de hacerlo. Era extraño lo mucho que la costumbre del diario vivir podía hacer que quisieras un lugar que habías aborrecido mucho antes de conocerlo.
La casa se veía extrañamente desnuda sin todos los cuadros, figuras y fotos familiares que la decoraban, sin contar que habían removido casi todos los muebles de sus lugares habituales. De cierta manera, ver tu hogar (o lo que pronto sería tu hogar) en aquél estado te hacía sentir un poco mal porque, a pesar de todo, éste te había protegido de duras noches frías, te había mantenido a salvo de copiosas lluvias de mitad de julio y te había visto llorar contra la almohada de tu cama al menos un par de veces.
--Los de la mudanza no deben tardar en llegar –dijo el padre de Francisca, después de haberse echado un último trozo de pan con huevo a su boca--, así que espero se encuentren ya vestidos cuando aparezcan por aquí. Supongo que ya tienen todo listo, ¿no?
Sus hijos asintieron lacónicamente.
--Muy bien.
Y como era de esperar del algo errado sentido de la puntualidad que tienen la mayoría de los habitantes de Chile, los encargados de la mudanza llegaron a la casa con un gigantesco camión frente a ella media hora más tarde de lo acordado. El padre de Francisca prefirió no hacerse mala sangre por aquél detalle y los dejó entrar, llenando una serie de formularios y papeles que su pequeña hija optó por no tratar de entender.
Así fue cómo comenzó el traslado de hogar de los Santibáñez.
Francisca y Sebastián se encargaron ellos mismos de trasladar sus pertenencias hasta el camión de mudanza, temiendo que los trabajadores de aspecto bruto terminaran por romper algo sumamente importante.
--La consola Wii se va con nosotros en el auto, ¿no es cierto, papá? –le preguntó Sebastián a su padre con la caja de su consola de videojuegos entre sus brazos, mirándolo con los ojos brillosos.
--Por supuesto –replicó el aludido--. Dentro del camión puede hacerse polvo con una vuelta muy brusca o algo por el estilo.
--Excelente –sonrió el chico, no muy alegre del todo.
Los trabajadores tardaron cerca de una hora y media en echar todos los muebles y demás cosas dentro del camión, apilándolas y dejándolas de una forma en que cundiera mucho más el espacio en él, demorando unos cuantos minutos más que la última vez que habían hecho el procedimiento hacía un año atrás, más o menos.
Cuando ya los padres de Francisca iban a cerrar por última vez la casa en la que habían vivido, se escuchó el llamar del nombre de la chica. Para su sorpresa, eran sus amigas del colegio, quienes venían corriendo por el otro lado de la calle con cajas envueltas en papel de regalo en cada uno de sus brazos.
--¡Pensábamos que ya se habían ido! –resopló Antonia.
--Estábamos en eso –dijo Francisca.
--Bueno, pero hemos llegado justo a tiempo –dijo Tamara, exhalando aire por su boca descompasadamente--. Lo siento, pero tuve unos percances en casa.
--Eso es lo de menos –sonrió Francisca, sintiendo un nudo en su garganta--. Lo importante es que estén aquí.
--Hola, chicas –saludó el papá de Francisca a sus amigas con un ademán luego de haber cerrado la puerta de la casa con llaves, esbozando una sonrisa.
--Hola, tío –lo saludaron de vuelta las niñas.
Y acto seguido, Ximena, la otra amiga restante, se aclaró la voz para hablar. Se notaba totalmente nerviosa y al borde del llanto.
--Te hemos traído unos presentes para que nos recuerdes allá, adónde te diriges.
Una a una, las amigas de Francisca le hicieron entrega de los regalos que tenían entre sus brazos a ésta.
--Tendrás que abrirlos cuando estés en tu casa nueva –le dijo Tamara, observándola con los ojos lacrimosos--. Tendrás que prometerlo, Pancha.
Francisca quiso saber de inmediato qué venía dentro de cada una de aquellas cajas, pero se reservó aquellas ganas para poder cumplir el trato que debía hacer con sus amigas.
--Lo prometo.
--Dame eso, hija –habló su padre, detrás suyo. Francisca se dio vuelta y se dio cuenta de que su papá extendía sus brazos para que ella le hiciera entrega de todas las cajas que sostenía y así pudiera despedirse de sus amigas una última vez.
Una vez sin nada entre sus brazos, Francisca se abrazó con sus tres amigas, terminando por llorar las cuatro juntas. Ése era el momento más difícil de todos: la despedida; la despedida que significaba un “hasta siempre”, un “jamás nos volveremos a ver”.
--Jura que nunca te vas a olvidar de nosotras –sollozó Antonia, sin soltarse de las demás--. Júralo.
--No, no lo haré jamás –prometió Francisca, apretando sus ojos.
Estuvieron así alrededor de un minuto, que en realidad parecieron una verdadera infinidad. La pequeña Santibáñez pudo sentir todo el cariño que sus amigas le tenían, y eso le dio más pena aún. No podía dejar de llorar.
--Francisca... –susurró su mamá detrás de ella, algo incómoda por tener que arruinar la escena. Pero así siempre tenía que suceder. Así siempre ocurría.
Su hija se fue separando poco a poco de sus amigas y las miró a todas.
--Ustedes han sido las mejores conmigo –les dijo--. Me recibieron cuando llegué aquí y no tenía nada. Me dieron su apoyo y me enseñaron muchas cosas importantes. Espero que estén bien de aquí en adelante. Las estaré llamando de vez en cuando y me contactaré con ustedes por Facebook o MSN –La muchacha se acercó a cada una de sus amigas y les besó en sus mejillas--. Cuídense mucho. Las quiero.
Sus amigas les devolvieron el gesto y vieron cómo Francisca se dirigía a su auto acompañada de sus padres. Antes de subir al vehículo, la última se despidió de ellas con un movimiento de manos y, luego de sentir la suave sacudida emitida por el motor del auto, vio cómo sus amigas iban quedando atrás, agitando sus manos justamente al frente de lo que ya era su antigua casa.
Sus padres no dijeron nada; su hermano menos. Todos iban totalmente alicaídos.
El papá de los hermanos prendió la radio para escuchar justamente cómo Robert Smith de The Cure cantaba que los chicos no debían llorar a pesar de sentirse fatal por dentro. Al menos esa música alegre le hacía olvidar un poco todo lo que estaba dejando atrás, al igual que físicamente lo iban haciendo ahora las muchas de sus antiguas casas vecinas y plazas en que muchos niños pequeños se entretenían (en las cuales, por cierto, ella misma se había entretenido tiempo atrás, le había confidenciado secretos a sus amigas y había jugado a saltar la cuerda con ellas y otras tantas compañeras de curso).
Francisca se vio a sí misma llorando en el reflejo de la ventana del vehículo. “No puedes estar así todo el viaje”, pensó, haciéndose la dura.
Si has llegado a vivir un cambio de casa al menos una vez en tu vida, podrás saber todo lo mal que se sentía por dentro Francisca, como si tuviera un vacío dentro de su pecho. Si es que no lo has vivido nunca, en parte me siento alegre por ti, puesto que nunca has tenido que dejar atrás grandes amistades ni lugares que han significado mucho para ti y que quieres un montón. Es una pena tener que hacerlo a veces, pero para muchos otros, hacer esto es una suerte de encanto, sintiéndose cada vez más llenos de espíritu a medida que van conociendo otros lugares.
“No todos los cambios son malos en la vida”.
Quizá de verdad fuera así, aunque a uno le costara mucho acostumbrarse a otro lugar donde vivir. Podía ser una cosa de predisposición, sólo eso. Nada más que eso.
Francisca pensó en todas las buenas amigas que podía conocer en su nuevo colegio, en todos los posibles buenos vecinos de su nuevo barrio... Uno nunca sabía lo que le deparaba el futuro. Podía ser malo o bueno; o ambos.
La chica se secó las lágrimas de sus ojos y decidió contemplar el terreno verdoso que salía a despedirla para siempre de la ciudad: sendas granjas con vacas y caballos pastando por ahí, árboles que se mecían alrededor de la carretera como si bailaran una inaudible y extraña danza y grandes hectáreas de frondosos bosques resistentes incluso a la fría temporada de invierno que se estaba viviendo en todo el país.
Francisca estaba tan muerta de sueño, cansada y triste, que no le costó mucho quedarse dormida sin siquiera darse cuenta. Sólo se sumió en un sueño sin imágenes, un sueño relajado. No se percató de ello hasta que su padre y su madre la despertaron a las tres horas después, cuando se habían detenido en un restorán a mitad de la carretera para almorzar. Tenía un ligero dolor de cuello por haberse quedado dormida apoyada en el vidrio de su lado y un gustillo amargo en la boca.
--Vamos, dormilona, despierta –le dijo su madre, meciéndola con delicadeza--. A menos que no quieras almorzar.
--No, tengo mucha hambre –respondió la chica, sintiendo cómo su estómago gruñía por un poco de comida--. Sólo me quedé dormida un ratito.
La chica se levantó algo desorientada y siguió a sus padres y a su hermano por un estacionamiento pavimentado hasta entrar al antes mencionado restorán. Todos pidieron un menú de arroz con pollo asado, ensaladas y fruta de postre; ninguno de ellos quería pedir un almuerzo tan contundente como para que un acceso de dolores estomacales les hiciera detener en medio del trayecto hasta su destino, lo cual no sería muy agradable que digamos. Aprovecharon de ir al baño para mojarse la cara y volvieron al auto para seguir con el viaje.
--¿Quieres jugar con mi Game Boy, Frannie? –le preguntó su hermano cuando ya habían transcurrido unos cuantos minutos de iniciada la continuación del trayecto.
--No, gracias –le replicó la chica, sonriéndole amablemente--. En realidad me siento un poco soñolienta.
--Está bien –dijo Sebastián--. Yo ya me aburrí de tanto jugar. Creo que intentaré quedarme dormido igual que tú.
--No es mala idea.
Y siguiendo sus propias palabras, Francisca se acomodó en el asiento esperando pronto quedarse dormida para no tener que pensar en tantas cosas. Ya lo haría en su nuevo hogar, cuando llegara.
Cuando volvió a despertar, ésta vez se encontró con que ya era de noche y estaban a punto de ingresar a una ciudad llena de luces que, a primera vista, se hacían cegadoras. Una punzada de nervios atacó el estómago de la niña, dándose cuenta al fin de que su vida ya no iba a ser la misma de antes. Estaba físicamente ya en otra ciudad, entre otra gente. Ya no había vuelta atrás.
--¿Estamos llegando? –quiso saber Francisca, adormilada.
--Sí –le replicó su padre, mirándola por el espejo retrovisor, esbozando una tímida sonrisa--. Se ve hermosa la ciudad de noche.
--Supongo.
Su hermano seguía durmiendo, roncando fuertemente. Lo más probable era que despertara cuando llegaran a su nuevo hogar.
El vehículo se introdujo por una avenida poco transitada a esa hora de la noche y avanzó por calles totalmente desconocidas para Francisca. A veces ella se sentía bastante sorprendida por la capacidad que su padre tenía para acordarse de direcciones e indicaciones dadas por personas que en realidad sabían darlas. Porque su padre nunca había estado en ésa ciudad. Era un hecho.
Demoraron cerca de treinta minutos en salir del centro de la ciudad y llegar hasta una villa ubicada al este de ésta, al final de la zona poblada de toda la ciudad. Así Francisca pudo comprobar que lo que le había dicho su mamá respecto a su nuevo hogar, era cierto: todas eran de dos pisos y bastante amplias.
Su padre revisó su moderno celular (probablemente leyendo las direcciones e indicaciones dadas por su jefe para llegar hasta su nueva casa) y siguió avanzando lentamente. Las calles se veían tranquilas e iluminadas. Parecía ser un buen barrio.
--Ya estamos cerca –indicó su papá, virando a la derecha para seguir hasta una calle horizontal al final de la que transitaban en ése momento. Más allá no se veía absolutamente nada: estaba tan oscuro como la boca de un lobo. Seguramente había un risco o algo así.
Al llegar a aquélla calle, su papá observó detenidamente el cartel que había en la esquina y giró hacia la izquierda. Sonreía como un niño al cual le acaban de entregar el regalo de Navidad que había deseado durante todo el año. Empezó a aminorar la velocidad, lo que indicaba que ya estaban muy cerca de su nueva casa.
De pronto, el papá de Francisca se estacionó en frente de una casa esquina, la última de toda la fila.
--Listo –anunció él--. Hemos llegado a nuestro nuevo hogar.
Sebastián se despertó notoriamente desorientado y puso cara de sorpresa al ver lo que era el nuevo lugar donde vivirían hasta quién sabía cuándo.
--Guau...
--Es preciosa –dijo Francisca.
--Creo que ya podemos bajarnos –dijo su madre.
Y todos lo hicieron con movimientos lentos, escuchando cómo sonaban algunas de sus vértebras al crujir y sentían pasar algunas hormigas trabajólicas por sus piernas. El clima era un poco más cálido en la nueva región; al menos eso pudo aventurar Francisca en un primer análisis del sitio.
--He aquí nuestra nueva casa –dijo su padre, alzando sus brazos hacia ella. Y sí, era algo enorme--. Y lo más maravilloso de todo, es que creo que tenemos un bosque justamente al frente de nuestra vista –agregó, dando media vuelta. Todos lo imitaron--. Ahora no sé ve porque está un poco oscuro. Pero ahí está. Mañana podrán verlo mejor. Rubén me dijo que era gigantesco. ¿No les parece entretenido?
Sebastián pareció no haberse inmutado mucho por la noticia. Sin embargo su hermana tuvo una extraña sensación al oír aquello. No supo por qué, pero al mirar en dirección al sector oscuro que indicaba su padre, sintió como que de ahí provendrían tanto aventuras buenas como malas.
Cuando se dio vuelta para entrar junto a su familia a su nueva casa, ni siquiera se dio cuenta de que de aquél lugar, justo en ése momento, comenzaba a alzarse una bandada de nerviosos y oscuros pájaros contra el cielo, como si huyeran por sus propias vidas de entre los árboles.
A veces siento que el frío consume más que el calor, pero es sólo a veces.
Arrullarse entre las sábanas no te defiende de los monstruos,
sólo te cierra el paso a conocerlos.
Sin embargo, siempre es un buen tiempo para decir basta y tener
claro que si ésa persona no te ayuda ni quiere estar contigo,
no tienes por qué morir por ella.
Vivir es respirar, moverse, bailar, cantar, tocar un instrumento,
sonreír, ver, sentir, correr, caminar, conversar, reír a carcajadas.
Vivir no es que la otra persona respire, se mueva, baile, cante, toque un instrumento,
sonría, vea, sienta, corra, camine, converse y ría a carcajadas.
Vivir es extender la mano y hacerlo juntos,
no separados.
Pero a veces, se tiene que medio vivir, simplemente.

Despertar

Despertar, ver la vía correcta, la verdad detrás del espejo, de tu imagen,
y sonreír, saber que ya es hora de vestirse y levantarse,
dejar atrás la cama para volver a abrir la puerta.
Todos lo hacen, todos lo necesitan.
Cuando se empieza un viaje solo, no se espera a nadie.
Las cosas importantes se encuentran a cada tramo,
no se llevan con uno desde la casa.
A veces, es mejor ser fuerte y dejar atrás lo que echa raíces.
Siempre es bueno buscar un mejor lugar donde sentar cabeza.

Dos almas


Caminar, vagar, existir en otra dimensión,
sonreír sin fingir, sin dejar de ser uno,
sin dejar el suspiro monótono para encontrar otro alba.
Es tomar tu piel y flagelarme arrancando la yema de mis dedos,
quemándolas con el fruto prohibido nominado por él mismo,
por esas llagas que sangran nada,
para ver ese dolor y ese sentir que te hace estar más muerto que vivo,
ese sentir que te dice que no se puede seguir sin esperanza,
que la fe está muerta, violada, lanzada en un charco de sangre,
y que una persona corre con un puñal en su mano,
siendo visto, capturada por la mirada,
pero libre, arrancando sueños como apuñaladas a la sal,
sintiendo cómo se acabo todo en palabras sin emoción,
sin un saludo, sin un “buenas noches”,
sin el mismo despido con décimas de cariño
porque nunca fuimos nada,
solo dos almas en pena, heridas,
mutiladas, enfermas, asfixiadas.
Somos dos almas que llegaron a un mismo punto,
pero de polos opuestos generados,
tú el más, yo el signo menos.
Es caminar, vagar, existir en nuestra dimensión,
que cuando volvemos a la real, ya nada queda,
sólo un vacío. Sólo eso. Sólo un vacío,
un vacío que no quieres llenar, y que yo muero porque lo hagas.
Es ése grito imperfecto, infantil, tan destrozado,
que me hace valer nada si no es al lado tuyo,
como un pequeño animal que necesita de un dueño,
de un par de órdenes, de un poco de cariño,
de un poco de comida, de agua, de energía para no perecer.
Es la necesidad, el sentimiento más hondo,
tan puro como el agua de las cordilleras que esconden nuestras estrellas.
Es ése brillo que veo en ti, tan clandestino,
tan aciago, pero tan hermoso, tan plateado,
tan luminoso, como una vela en medio de la lluvia,
desamparada, solitaria, única.
Es la necesidad.
Es el vacío.
Eres tú.
Soy yo.
Somos nosotros.
Juntos.
Separados.
De tu luz depende.
Y tú lo sabes.
Más bien de lo que crees.

Constelaciones


Constelaciones oscuras sobre tu espalda,
galaxias indecifradas que se arrastran a lo largo,
como pequeños sueños, como pequeños secretos,
cada uno con su propio susurro,
guardándose, receloso, tratando de ser único,
viviendo la fantasía de estar oculto.