Puedes ofrecerme el mundo, los siete
mares, el cielo entero, el paraíso antes que el infierno, tu cuerpo entero para
abrazarte, para hacerte el amor noche y día, para besarte cada recodo y seguir
descubriendo nuevas tierras dentro de ti, puedes ofrecerme tu alma para
devorarla y llenarme de tu vitalidad, tu almohada para llenarme de tus sueños,
tus ojos para saciar mi sed con tus lágrimas, puedes tenerme ahí, a tus pies,
como hace un año, mordiéndote como un animal salvaje, lleno de intriga, en tus
pliegues de chocolate, jugar en tu nariz de niña pequeña, en tus mejillas
particulares… pero no podemos: el recordarte me hace alejar más y más de ti; es
recordar mis malos actos, tus venganzas, nuestra estupidez tan infantil, los gritos,
el incesante malestar, los dolores de cabeza, el odio, la rabia, el apretar los
dientes, reprimir el dolor, golpearse a uno mismo, los apretones, el no dejarme
tranquilo, las llamadas por celular, los mensajes de odio, las pesadillas, el
no poder dormir, el frío acompañado de la cama, el despertar abrazado a ti,
llorando, desconsolado, preguntándote por qué las cosas tenían que ser así, por
qué teníamos que vivir esto… dónde quedaron nuestros sueños, nuestra fe,
nuestra casa soñada, Sofía, dónde quedó eso… tan frágil se derrumbo a verdades,
como los pequeños montoncitos de tierra se derrumban al recibir agua salada,
como una torre de naipes, como el amor después de la traición… dónde quedamos…
en la nada, perdidos en la niebla, volando bajo tierra, mordiendo el polvo,
llorando por la tristeza. Estamos mal, lo sabemos… pero debemos pensar que
juntos, podríamos estar mucho peor.
...dónde estamos...
Escrito por
Felipe Cortés Santander
,el
3/09/2013
Enviar por correo electrónicoEscribe un blogCompartir con TwitterCompartir con FacebookCompartir en Pinterest
1 comentarios
Etiquetas:
*dónde estamos,
# POEMAS
Sabes muy bien a qué se deben las cosas. No quiero ser más el tipo malo de la película, que me refrieguen la vergüenza ni mis malos actos de los que me arrepiento enormemente por la cara, como un escudo para que no escape, para que me sienta mal y vuelva ahí, a tu nido tan podrido. No pienso seguirme envenenando con tu carne, ni con tus lágrimas.
Escrito por
Felipe Cortés Santander
,el
3/07/2013
Enviar por correo electrónicoEscribe un blogCompartir con TwitterCompartir con FacebookCompartir en Pinterest
0
comentarios
El Diario de Francisca II
2
Todo de nuevo
Francisca había llegado a pensar,
casi inconscientemente, que tal vez su madre podría haberle estado mintiendo
acerca de lo de su próxima habitación en el segundo piso de la casa nueva como
un método para dejarla más tranquila respecto a la mudanza, sabiendo que un
poco de esperanza depositada en ella, al final de todo, haría un buen trabajo.
Pero después de todo, y para bien de la propia chica, su madre no le había
mentido en lo absoluto. Su nuevo hogar era, si bien no inmenso, mucho más amplio
que todos en los que habían vivido anteriormente, sin contar con el hecho de
que obviamente tenía dos plantas. Sin duda alguna, la empresa de su padre
quería tenerlos viviendo en un buen lugar esta nueva temporada; los negocios,
probablemente, debían ir bien.
--Es
inmensa... –susurró Francisca, paseándose por el vacío vestíbulo de la casa.
--Sí
que lo es –dijo su mamá, luciendo una mueca de “te lo dije” en el rostro--.
Hasta creo que sobrará un cuarto.
--Será
para algún huésped inesperado –comentó su esposo, acercándose por la espalda a
ésta última para tomarla por la cintura y darle un beso en su nuca. La mamá de
Francisca emitió una risita y un temblor nervioso. Sebastián hizo una mueca de
cómico asco y se dirigió al segundo piso para explorarlo.
Justo
en ése momento, cuando su hermana iba a acompañarlo en su aventura para
verificar qué tan grande era el lugar adónde él se había encaminado, se comenzó
a oír el intenso vibrar del motor de un camión en la distancia. Era evidente:
el trabajo aún no había terminado. Ahora tocaba desempacar.
“Oh,
Dios...”, resopló mentalmente la chica.
Sus
padres salieron a la calle y ella detrás de ellos. El enorme vehículo venía
recién doblando por la esquina en que ellos mismos se habían detenido para que
su padre pudiera verificar el nombre de la calle en la que se encontraban. No
demoraron mucho en quedar estacionados frente a la casa. Los trabajadores se
bajaron del camión algo agotados por el largo viaje y comenzaron a bajar todas
las cosas que contenía la zona de carga de éste, mientras uno de ellos (el
chofer) le hacía firmar al papá de Francisca un documento de aspecto
importante.
--Señora,
tendrá que decirnos dónde quiere que dejemos todas las cosas –le dijo uno de
los trabajadores a la mamá de Francisca caballerosamente.
--Está
bien. Yo les indicaré dónde.
Francisca
vio la hora en su reloj de Minnie con aire cansado (propiedad suya desde que
tenía cinco años) para darse cuenta de que eran casi las nueve de la noche. Las
labores en el hogar tenían como para un par de horas más, por lo bajo. Fue por
eso que la chica decidió desperezarse un poco y ayudar en lo que pudiera con la
mudanza, aunque aquello sólo rebajara en cinco minutos todo lo que se podían
llegar a retrasar los trabajadores en total.
--Manos
a la obra –dijo en voz alta, para darse un poco más de ánimos.
La joven Santibáñez no se
sorprendió para nada al saber que había estado correcta al pensar que
demorarían casi dos horas en bajar todas sus cosas del camión y establecer la
mayoría de ellas dentro de la casa. Siempre era todo así de caótico; salvo que
en ésta ocasión, por primera vez, la mudanza terminaba a altas horas de la
noche. Ubicaron las cosas más importantes, como las camas y ciertos otros
muebles en sus respectivos lugares, y decidieron entonces por dejar de trabajar
hasta el día siguiente.
El
señor Santibáñez firmó unos cuantos papeles antes que los de la mudanza se
fueran y cerró todas las puertas con llave. La casa, a pesar de ser nueva, le
daba un extraño aire de seguridad a Francisca. Pocas veces se sentía así. Quizá
fuera una especie de premonición o algo por el estilo lo que le daba a pensar
que tal vez las cosas no fueran tan malas después de todo, como le había dicho
su madre días atrás.
--Bien,
Francisca, ¿estás lista para dormir en tu nuevo cuarto? –le preguntó su madre
señalando su vacía nueva habitación... vacía a excepción de la cama que
reposaba al medio de ésta, evidentemente.
--Sí
–replicó su hija. Su nuevo cuarto no podía ser mejor: justo al frente de la
puerta de entrada había una ventana que daba directamente al bosque de la
villa, ahora ensombrecido por la noche. Era tal y como la había imaginado con
anterioridad. Ya se veía a sí misma sentada en el alfeizar de la ancha ventana,
escribiendo, escuchando música o haciendo cualquier otra cosa. Era perfecto--.
Ya empecé a amarla.
--Así
me gusta –dijo una voz masculina detrás de ellas. Obviamente era el señor
Santibáñez, que sonreía con aire satisfecho y con sus manos en jarras--. La
casa me ha encantado. Es la más hermosa de todas en las que hemos estado.
--Es
verdad –corroboró su esposa, luciendo una sonrisa similar a la de él--. Mañana,
si es que nos queda tiempo luego de ordenar todas las cosas, podríamos ir a
explorar el famoso bosque del que te habló Rubén.
--Sería
genial, pero lo dudo, cariño –le dijo el señor Santibáñez--. No creo que
terminemos de ordenar todas las cosas en un solo día –Y dirigiéndose a
Francisca, agregó--: Bien, Frannie, tendrás que dormir ahora: ya es muy tarde
para ti y mañana tenemos mucho trabajo que hacer.
--Está
bien, papá.
Sus
padres le dieron un beso de buenas noches en la cabeza y cerraron la puerta
detrás de ellos. Francisca se quedó un rato observando todo lo que le ofrecía
la vista desde su ventana y, acto seguido, comenzó a ponerse su pijama
escuchando cómo su hermano Sebastián le pedía prestado el celular a su padre
para (lo más seguro) llamar a Jessica y decirle que todo estaba en orden, que
la echaba de menos y todas esas cosas que suelen hacer los novios recién distanciados.
Al
meterse a la cama, notó lo fría que estaba ésta y trató de conciliar el sueño
sin poder evitar pensar en todo lo que había vivido ése día. Se acordó,
entonces, de los presentes que le habían dado sus amigas y que no había abierto
todavía. Trató de acordarse si los había bajado del auto o no, sin poder llegar
a nada concreto. Se debatió unos cuantos minutos sobre eso, manoseando la idea
si bajaba a buscarlos o no. Para cuando ya se estaba haciendo las ganas para
salir de su abrigada cama hasta el frío y nuevo vestíbulo, Morfeo la pilló
desprevenida y le echó encima su manto de los sueños. La pobre chica estaba
cansadísima por culpa del viaje de casi ocho horas de duración que había hecho
con su familia y por haber ayudado durante casi una hora entera a ingresar sus
pertenencias a su nueva casa.
Cuando
la chica ya se había sumergido en un profundo y cansino sueño, una luz verde
con forma de cúpula estalló en el corazón del bosque al frente de su casa, del
mismo lugar de donde habían salido volando los pájaros hacía mucho rato atrás. Algo ahí se sentía alegre al saber que
habían llegado nuevas personas al vecindario...
Al despertar, la pequeña
Francisca se sintió algo desorientada al ver que las paredes de su habitación
eran más amplias que de costumbre y el techo parecía un poco más distante y era
de otro color del que frecuentaba ver al abrir los ojos cada mañana. Claro, ya
estaba en otra casa. Supongo que a ti también te ha sucedido cuando despiertas
en la casa de una amiga o amigo tuyo luego de una pijamada o una noche de
películas de terror.
Buscó
sus pantuflas sin lograr recordar si las había sacado de la caja en donde se
encontraban o si se había olvidado hacerlo la noche anterior. Pensó que lo más
probable era que se hubiera olvidado de ellas y se decidió por bajar (qué
extraño sonaba eso de decir “bajar”) a la cocina para tomar desayuno.
Resultó
que sus padres estaban hablando en la desolada cocina. Parecían estar
decidiendo qué harían a continuación.
--Como
ya habrás visto, no tenemos mucho con qué cocinar –dijo el señor Santibáñez--,
por lo que creo que tendremos que ir a desayunar a otro lugar.
Y
eso fue lo que hicieron. Despertaron a Sebastián (quien para variar tenía
grandes ojeras y los ojos inyectados en sangre), y ya, todos vestidos, se subieron
al auto para ir a algún lugar cercano de comida rápida para desayunar algo
liviano. La enorme cantidad de cajas apiladas por toda la casa auguraba un montón
de trabajo para la tarde, pero las horas respectivas de las comidas jamás se
debían saltar. Energía era lo que más necesitarían a lo largo del día.
Resultó
que el sitio que buscaban estaba mucho más cerca de lo que habían llegado a
pensar. A sólo unas tres cuadras de distancia de su casa había un negocio que
se encargaba de vender distintos tipos de colaciones para toda hora del día,
especial para familias que preferían salir a comer afuera para ahorrarse el
trabajo de preparar la comida y tener luego que lavar los platos y los
servicios.
El
negocio (llamado “A la vuelta de la esquina”) estaba bonitamente ornamentado
por unas cuantas mesas y sillas repartidas por todo el antejardín de la casa,
sombreadas por quitasoles azules, y una gran cantidad de dibujos de madera de
pollos ofreciendo los distintos menús del día y los productos que ahí se vendían.
A Francisca le parecía extraño que la gente siempre dibujara a los animales tan
felices y animados sabiendo que eran ellos los que se convertirían en la
próxima cena familiar del día; si fuera por ella, estaría triste si supiera que
se iba a convertir en el almuerzo de otro ser humano, o de un tigre o un león.
Los
Santibáñez vieron cómo una madre de pelo liso castaño y lentes recibía un par
de sándwiches y dos jugos en caja para luego marcharse con una niña pequeña
idéntica a ella con un gorro de rana sobre su cabeza, con largas patas verdes
colgando por sus costados y unos enormes ojos parecidos a pelotas de tenis.
Francisca le dedicó una sonrisa a la chica cuando pasó a su lado, con un aire
misterioso que más que causarle recelo, creó en ella una especie de extraño afecto.
Debía tener su misma edad, más menos.
--¿Qué
vas a querer, Fran? –le preguntó su padre desde la mesa de atención del local.
--Un
sándwich con jamón y queso derretido y un poco de té –fue la respuesta de la
niña.
A
los pocos minutos después, los cuatro se encontraban comiendo sus respectivos
desayunos en una de las mesas antes mencionadas, viendo cómo salían los
primeros niños a jugar a la calle un día domingo, cómo algunos adultos se
dedicaban a regar sus jardines y cómo algunas chicas salían a pasear a sus
perros mientras andaban sobre sus patines.
Al
acabar con sus comidas, todos le dieron las gracias a la persona que los había
atendido y volvieron al auto para empezar de una vez por todas con todo el
trabajo que les quedaba por delante.
Antes
de apearse del vehículo, Francisca se acordó de los presentes de sus amigas (no
sin sentir un nudo en su garganta) y bajó con ellos, dirigiéndose a la
privacidad de su cuarto para abrirlos, por si le salía más de alguna lágrima
(que presentía que sería lo más probable).
Ya
en su habitación, abrió primero el de Tamara, una pequeña caja de cartón
revestida con un brillante papel de regalo azul eléctrico. En su interior había
una colección de pequeños aros colgando de un bello árbol de metal adornado con
incrustaciones de pequeñas gemas de plástico en sus ramas, una billetera rosada
de cuero y una carta escrita en una hoja de cuaderno con caritas felices por
todos sus bordes. La caja de Ximena contenía una linterna (con una pintoresca
nota atada a ella que rezaba: “Para cuando te de miedo la oscuridad”) y una
carta parecida a la de su amiga. Y por último, estaba la caja de Antonia, que
contenía una carta escrita por su propio puño y letra, una lapicera con su
nombre en ella y la colección de libros de Las Crónicas de Narnia. Francisca
apiló todos los regalos a un lado de ella y comenzó a leer una a una las cartas
de sus amigas, empezando por la de Tamara. Cuando iba en la mitad de ésta, no
pudo aguantar más las lágrimas que trataban de salir con fuerza por sus ojos y
rompió a llorar con fuerza, como no había querido hacerlo hasta ése entonces. Y
así, cada vez que fue leyendo las demás cartas de sus amigas, se le fueron
acumulando más sentimientos de tristeza y angustia en su pecho, sentimientos
que fueron saliendo sin muchos miramientos en forma de un llanto que parecía
querer romperle la garganta, el corazón y sus castaños ojos con ímpetu.
Era
un hecho que a sus amigas no las vería más...
Dejó
las cartas (con la tinta en muchas de sus partes borroneadas por sus propias lágrimas)
bajo la almohada de su cama y dejó todos los regalos de sus amigas encima de
ella. Se secó los ojos con el dorso de su mano y salió al pasillo del segundo
piso para dirigirse al baño del mismo, en donde se refrescó la cara y trató de
disimular lo rojo de sus ojos restregándoselos con la fría agua del grifo.
--¡Francisca,
¿te pasa algo?! –le preguntó su mamá desde el primer piso.
--¡No,
nada, voy de inmediato! –mintió la chica, forzando su voz para que no sonara
cortada.
Acto
seguido, se secó la cara con la única toalla que habían logrado sacar de una de
las cajas el día anterior y bajó por las escaleras hasta el living de la
vivienda. Su madre la miró con ojo analítico apenas la vio aparecer, quedándose
así un buen rato en que la pequeña Santibáñez trató de evitar que sus ojos se
posaran sobre ella. Fueron casi diez segundos que parecieron una eternidad. Al
final, y para alegría de la muchacha, llegó el señor Santibáñez silbando
divertidamente una canción de Américo, rompiendo el incómodo momento diciendo,
con aire pomposo:
--Bueno,
señoras y señores, ha llegado el momento de la verdad.
La nueva casa de dos pisos
parecía no presentar ninguna clase de inconvenientes (de hecho, era bonita,
amplia, agradable y cálida) hasta que los Santibáñez fueron conscientes de que
debían subir una gran cantidad de muebles utilizando como único camino la
escalera que daba a la segunda planta. Claro, la noche anterior habían sido los
de la mudanza quiénes habían subido las camas de sus hijos por la escalera,
trabajadores con el cuerpo apto para aquellos trabajos, no ellos, quienes
simplemente se habían dedicado a ordenar un par de cosas entre todo el
revoltijo de objetos luego de haberlos bajado del gran camión con gran
esfuerzo.
--Creo
que tendremos que machacarnos los riñones, Melissa –le dijo el señor Santibáñez
a su esposa, resoplando frente a la escalera que se les presentaba en frente--.
No queda otra.
--Rayos
–dijo ella, haciendo una mueca de disgusto--. Le hubieras pagado un poco más a
los de la mudanza para que hicieran todo el trabajo sucio. Total, eso lo podría
haber cubierto la empresa, ¿no?
--Claro,
pero no todo –murmuró su esposo, algo azorado--. Al menos no tenemos que subir
las camas ni nada de eso –agregó, tratando de mostrarse optimista.
--Algo
es algo –dijo la señora Santibáñez, sonando un poco irónica. Miró a Sebastián y
Francisca y les indicó--: Ustedes encárguense de ordenar el mayor número de
cosas en este piso. Pueden echar los cubiertos en los muebles de la cocina, los
platos, ubicar algunas lámparas, qué se yo.
--Está
bien –dijeron ambos hermanos, casi al unísono.
Cuando
los dos se estaban dirigiendo a la cocina para comenzar a ordenar allí todo lo
relacionado a ella, Francisca creyó escuchar que su mamá le decía a su padre
algo como: “espero ésta sea la última vez que tengamos que cambiarnos de casa”.
Francisca
creyó, por su parte, que no aguantaría otro cambio más.
Estuvieron
casi tres horas consecutivas ordenando y ordenando, llevando cosas de aquí para
allá por todo el hogar, casi como verdaderas hormigas obreras. Para cuando sus
padres decidieron hacer un pequeño receso para ir a almorzar “A la vuelta de la
esquina”, todos alegaban de sentir grotescos dolores en la espalda y en los
brazos. Seguramente tú también has llegado a sentirte así de mal luego de haber
ayudado a tus padres en las tareas de la casa, o luego de haber hecho un aseo
meticuloso en tu habitación o después de haber ayudado a armar el árbol de
Navidad en el vestíbulo de tu hogar. Si no lo has llegado a sentir nunca,
siéntete de verdad muy afortunado, puesto que las molestias producidas por el
agarrotamiento de los músculos utilizados perduran de verdad muchos días.
Adoloridos,
se dirigieron al local caminando (¿para qué gastar bencina en tiempos en que
estaba tan cara y contribuir con la contaminación del medio ambiente cuando
caminar era gratis y te hacía tan bien para la salud y no dañaba a nadie?),
mirando algunas casas cercanas e inspeccionando y saludando a todos los nuevos
vecinos que se les cruzaban por el frente. Resultó que la mayoría de ellos eran
muy buena onda, saludando y presentándose con fuertes y afectuosos apretones de
manos; los restantes, que fueron no más de unas tres o cuatro personas, sólo
saludaron haciendo un ademán con el mentón y gruñendo algo inteligible, en su
mayoría ancianos que tal vez se sentían desdichados por vivir sus últimos días
tal como los estaban viviendo.
--Es
mejor no tomar en cuenta aquellos vecinos –les susurró la señora Santibáñez a
los demás, luego de haber pasado el primer anciano gruñón--, menos tratar de
conseguirles una taza de azúcar o pedirles prestado un alargador para enchufes.
Todos
rieron por el chiste.
Bajo
un brillante y cálido sol de invierno, bañado por veloces nubes que parecían
correr en una frenética carrera entre ellas, los cuatro Santibáñez llegaron
hasta el local de comida rápida. Algo extrañado, el joven tipo que atendía
(cuya edad debía redondear los treinta años) los saludó y les preguntó si
querían almorzar allí.
--Sí
–replicó el papá de Francisca--. ¿Qué tienen de menú?
--Los
clásicos de ayer y hoy –le dijo el hombre del otro lado de la mesa, luciendo
una amplia sonrisa--. Tenemos arroz, ensaladas, fideos y porotos. Y para
acompañar, le tenemos pescado frito,
pollo asado, papas fritas y hamburguesas.
--¿Qué
van a querer? –les consultó el señor Santibáñez a su esposa e hijos. Luego de
que éstos contestaron, el señor Santibáñez se lo hizo saber al vendedor--.
¿Cuánto es en total?
El
vendedor le indicó cuánto.
--¿Ustedes
son nuevos acá, no? –le preguntó el hombre al señor Santibáñez mientras éste
intentaba sacar su billetera del bolsillo posterior de sus jeans--. ¿O son
familiares de algún vecino de por acá cerca?
--Somos
nuevos –le respondió el señor Santibáñez, extendiendo un billete de diez mil
pesos hacia él--. Acabamos de llegar ayer, en la noche.
--Ya
veo –asintió el vendedor, con cara de haber visto calzar ante sus ojos todas
las piezas de un rompecabezas--. No les quise preguntar nada en la mañana...
Como venían en auto, supuse que eran turistas o algo por el estilo. Verlos por
segunda vez en el día, y a pie, me dejó en claro que tenían que vivir por acá
cerca.
--Muy
buena deducción –sonrió el señor Santibáñez.
--Hacer
deducciones resulta muy entretenido cuando no hay mucho qué hacer –dijo el
vendedor--. Sobre todo en un día domingo --Y diciendo esto, le hizo entrega del
cambio correspondiente al papá de Francisca--. En seguida le traigo sus
pedidos. Si gustan, pueden tomar asiento en donde les plazca.
--Muy
amable, gracias.
A
los cinco minutos después, los Santibáñez se encontraban almorzando al aire
libre los menús que cada uno había pedido. Comieron lentamente, saboreando,
muertos de hambre, cada trozo de comida que se llevaban a la boca. Para cuando
hubieron terminado, todos satisfechos, las distintas mesas repartidas por todo
el lugar se hallaban ocupadas por familias que seguramente querían descansar el
último día de la semana antes de empezar otra nueva.
“Quién
como ellos”, pensó Francisca, recordando que tenían que volver a casa para
continuar con el orden de todas sus pertenencias.
--¿Todos
listos para seguir con el maravilloso trabajo? –les preguntó el señor
Santibáñez a su familia, bostezando.
Todos
afirmaron con alicaídos movimientos de cabeza. Despidiéndose del vendedor (que
no dejaba de recibir más y más clientes), los Santibáñez se encaminaron hacia
su hogar a pasos lentos, como si lo que menos quisieran fuera llegar a ella.
Allí,
por desgracia de sus ya cansados cuerpos, no terminaron de trabajar hasta eso
de las siete de la tarde.
--Al
menos ya todo se ve más ordenado y limpio –resopló el papá de Francisca
observando la casa con aire satisfecho--. ¿Se dan cuenta de lo hermosa que es?
--Sí
–aprobaron todos. Y tenía razón: la casa de verdad se veía bonita, con una
lámpara halógena en una de sus esquinas, justamente arriba de un cómodo sillón,
como para detenerse a leer ahí debajo; un estante lleno de libros de recetas,
enciclopedias del cuerpo humano y distintos tomos de atlas mundiales; un
pequeño mini bar para los adultos y visitas; y, cómo no, el bien amado
televisor instalado en una de las paredes del vestíbulo, al frente del sofá
familiar. La casa tenía ése aire acogedor que la gran mayoría de las casas
anteriores no tenían en un principio. Era extraño, pero por primera vez, en
años, Francisca se sentía como en casa.
--¿Qué
más nos falta? –preguntó Sebastián, abriendo la boca como hipopótamo para
bostezar.
--Bueno,
ya que lo dices –le dijo su padre--, tenemos que ir a por provisiones al
supermercado. ¿Quién dijo yo?
Francisca
sabía que diciendo “yo” o no, todos tendrían que volver a subir al auto para
dirigirse al centro de la ciudad, en donde naturalmente se encontraría el
supermercado al que debían ir para buscar comida con qué rellenar el
refrigerador y los estantes de provisiones.
--Mejor
voy a buscar un abrigo –exhaló su esposa, dirigiéndose al segundo piso con
pasos cansados, dejando al señor Santibáñez con sus palabras en el aire.
Francisca
y Sebastián la siguieron en silencio.
Escrito por
Felipe Cortés Santander
,el
3/06/2013
Enviar por correo electrónicoEscribe un blogCompartir con TwitterCompartir con FacebookCompartir en Pinterest
0
comentarios
El diario de Francisca I
1
Hogar, dulce hogar
Para Francisca Cortés,
mi pequeño cofre de virtudes e imaginación.
Comenzar a vivir en un nuevo
hogar no es cosa fácil. Eso, Francisca lo sabía muy bien. Tienes que volver a
acostumbrarte a nuevos amigos, a un nuevo colegio, a un nuevo vecindario, a un
nuevo clima, a una nueva ciudad. Y lo peor de todo, es tener que empacar y
desempacar todas tus pertenencias para volver a acomodarlas en un nuevo sitio.
--¿Por
qué tenemos que cambiarnos de casa otra vez? –le preguntó Francisca a su madre mientras
tomaban onces, rezongando, aprovechando que su padre aún no llegaba de su
trabajo.
--Bueno,
pues por las labores que tiene que cumplir tu padre para la empresa en la que
trabaja –respondió su madre, luego de sorber un poco de su té verde.
--¿Pero
por qué siempre tenemos que hacer esto? Ya estoy cansada de tener que estar
echando mis cosas dentro de una caja para después tener que sacarlas y volver a
ordenarlas en otro lado. ¡Si nos acabamos de cambiar a ésta casa el año pasado!
--Son
cosas que no podemos manejar nosotras –dijo su madre, dejando la taza que
sostenía en su mano sobre su respectivo platillo. Se quedó mirando a
Francisca--. ¿O acaso quieres ser como uno de esos niños que andan pidiendo en
la calle, todos muertos de hambre y frío?
No,
claro que no quería. Francisca ya había escuchado en dos ocasiones parecidas el
mismo discurso. Sólo le quedó agachar su cabeza y decir:
--No,
mamá. No quiero eso.
--Entonces
tendrás que acostumbrarte a esta vida. Deberías darte con una piedra en el
pecho por todo lo que tienes.
Francisca
sintió ganas de llorar. Iba a perder a todos sus amigos del colegio, a sus
vecinos, a los profesores que tan bien le caían. Iba a perder todo lo logrado
en la ciudad. Pero así era su vida. No había nada qué hacerle.
La
niña tomó su tazón de leche, haciendo el gesto de levantarse de la mesa para
acabar con ella en su cuarto. Sin embargo, su madre la detuvo poniendo su mano
sobre la de ella, con cariño.
--No
tienes por qué tomarte todo tan mal, Frannie –le dijo suavemente, ladeando un
poco su cabeza--. Tienes que verle el lado positivo a éste cambio. Tu papá me
ha dicho que la casa en donde viviremos tendrá un segundo piso, con
habitaciones y todo.
--¿En
serio? –Francisca se había sorprendido por ése detalle.
--Es
en serio –asintió su madre--. Y con tu papá hemos pensado que las dos habitaciones
del piso superior restantes pueden ser para ti y para tu hermano.
La
chica estuvo apunto de soltar una risotada. Había querido tener un cuarto en el
segundo piso desde que tenía seis años, cuando se habían trasladado por primera
vez de casa. De eso habían pasado cuatro años casi exactos. Por desgracia, las
casas a las cuales se cambiaban, ninguna tenía segunda planta.
--¡Genial!
–se alegró la niña, levantando ambos brazos.
--Trata
de verle siempre el lado bueno a las cosas, Francisca. No todos los cambios son
malos en la vida. Acuérdate de eso.
Y
no se iba a olvidar jamás de ésas palabras.
Quien
sí parecía no verle el lado bueno al cambio de casa era su hermano mayor, Sebastián.
Tenía dieciséis años y estaba recién cursando el segundo medio en el mismo
colegio que Francisca. Él, por su lado, iba a perder algo más que sus amigos:
iba a perder a su novia. Llevaban apenas dos meses, pero él demostraba quererla
la misma cantidad de estrellas que habían en el firmamento. Se le veía ahora
más triste que nunca, consciente de que iba a mudarse a una ciudad que quedaba
a muchísimos kilómetros de distancia de la suya. Por ende, volver a verse en
persona luego de su partida sería algo casi tan imposible como lamerse la punta
del codo con su propia lengua.
Pobre Sebastián.
Era por ésa razón que pasaba enclaustrado en su habitación escuchando música y
con el ánimo por los suelos. Llegaba a casa más tarde de la hora que le
correspondía, pero eso sus padres lo entendían casi a la perfección. Debía
aprovechar los últimos días con su novia hasta el último segundo posible.
Pronto no se verían más.
Francisca se
durmió ése mismo día con un extraño sentimiento de alegría mezclado con
tristeza. La tristeza, obviamente, era producida porque iba a dejar de ver a
sus amigas para siempre. Pero por otro lado, sentía una rara alegría porque por
fin iba a poder cumplir su sueño de dormir en una habitación ubicada en la
segunda planta de una casa. Seguramente podría acostarse un poco más tarde para
ver los tejados de las casas vecinas con la luz apagada, o los astros y sus
casi imperceptibles constelaciones. Se imaginaba a sí misma escribiendo en su
diario de vida al lado de la ventana, ayudándose sólo de la luz de las
estrellas o de los faroles anaranjados para trazar en oraciones todo lo que le
había sucedido durante el día o los sentimientos que tenía dentro suyo,
encerrados en su pecho.
No pudo evitar
sonreír y quedarse dormida casi al instante, sin oír siquiera murmullo alguno
de la conversación sostenida entre su hermano y su novia por teléfono, ni el
sonido del auto de su padre cuando éste llegó de su trabajo, ni el repiquetear
de los servicios y el plato de loza contra la mesa cuando su madre le sirvió la
cena a su esposo. Simplemente quedó rendida ante los poderosos brazos de Morfeo
sin oponer resistencia.
Obviamente sus
amigas se pusieron tristes cuando Francisca les contó acerca de su próximo
destino. Era lógico que tal vez nunca más se volvieran a ver y sólo tendrían
contacto a través de MSN o Facebook, medios sociales a los cuales todas
pertenecían. Le daba pena pensar en ello, pero de cierta manera ya lo tenía
asumido como una realidad que tenía que vivir. Era por eso que trataba de no
encariñarse mucho con las personas a las que conocía; un pensamiento bastante
devastador para ser propio de una niña de tan sólo diez años.
--¿Cuándo te
vas? –quiso saber Antonia, una de sus mejores amigas, con los ojos brillosos y
la voz algo quebrada.
--Mis padres
dicen que al final de mes –fue la respuesta--. Es una cuestión de días.
--¡No puede
ser! –se quejó Ximena, llorando de un de repente. Todas sus amigas rodearon a
Francisca y la abrazaron, terminando todas por estallar en lágrimas justo minutos
antes de entrar a clases, a eso de las ocho de la mañana.
La profesora,
al verlas, les dio permiso para que fueran al baño y se lavaran la cara ante
las miradas atentas de todos sus demás compañeros.
Y como suele
suceder dentro de una institución escolar en donde sólo existe un curso por
cada nivel, la noticia de la futura partida de Francisca se transmitió como un
virus de resfrío. Fue así cómo pasado tres días de aquél evento, se celebró en
la sala de clases una pequeña convivencia para despedir a su compañera. Hubo
risas en abundancia, así como también hubo algunas lágrimas que no esperaron
mucho por salir. Todo lo que tenía que decirse y hacerse, se hizo para bien.
Sus compañeros
le entregaron dibujos y cartas con palabras de aliento y felicidad para que no
se olvidara de ellos ni de los agradables momentos que habían vivido juntos.
Francisca los guardó todos en su Baúl de Los Recuerdos (denominación que le
entregaba a una caja de viejas zapatillas en donde guardaba todo lo que le
hacía recordar buenos pasajes de su vida) con aire melancólico, preguntándose
(una vez más) cómo sería su nueva vida en otra región, si es que ahí habrían
más personas como las que tenía que dejar ahora; y para variar, ése Baúl de Los
Recuerdos tuvo que ser guardado dentro de otra caja más grande, una de
plástico. Había llegado la hora de empacar. Una verdadera lata, por cierto.
Como siempre,
Francisca terminó por encontrar objetos que creía perdidos desde hacía tiempo,
alguna que otra araña medio crecida y un acceso casi fulminante de estornudos
producidos por la enorme cantidad de polvo que se levantaba de la superficies
de muebles sin limpiar desde hacían días. Todo (libros, cuadernos, textos del
colegio, guías de ejercicios, muñecas, peluches, pósters y otras cuantas cosas
sin mucha importancia para ustedes) cupo en exactas cinco cajas de plástico
grande. Su cuarto se veía algo más grande y... claramente, mucho más vacío. Lo
único que faltaba por empacar era el televisor, su cama y la mesita de noche en
donde reposaban cosas que podía transportar dentro de sus bolsillos. Aquello se
iría en la mañana del día siguiente directo al camión de la mudanza, porque de
lo contrario, tendría que haber dormido en el suelo.
Inquieta, la
niña trató de quedarse dormida de inmediato, apagando la luz de su velador
mucho antes que lo normal. Sin embargo, le fue imposible conciliarlo hasta
dentro de una hora, más o menos, puesto que con lo nerviosa que estaba,
relajarse parecía una proeza difícil de realizar incluso con lo cansada que
estaba luego de haber empacado todas sus pertenencias durante la tarde entera.
Al día
siguiente se despertó sobresaltada a eso de las siete de la mañana, con la
sensación de que si no se apuraba, iba a llegar tarde a clases. No obstante,
ése día no tendría por qué ir al colegio; y si hubiera tenido que hacerlo, se habría
encontrado a sí misma completamente equivocada, puesto que la hora de ingreso a
clases era a las ocho con diez minutos de la mañana.
Fue al baño a
mojarse la cara y beber un poco de agua del cuenco formado por sus dos manos.
Sus padres, medio adormilados, se paseaban por los pasillos de la que iba a ser,
en unas cuantas horas más, su antigua
casa. Se vistió con lentitud y fue hasta la cocina para tomar desayuno con
sus padres y su hermano, quien tenía una cara de al menos unos tres metros; sus
ojos delataban todo lo que había llorado el día anterior por Jessica, su novia.
Nadie habló mucho; nadie parecía tener ganas de hacerlo. Era extraño lo mucho
que la costumbre del diario vivir podía hacer que quisieras un lugar que habías
aborrecido mucho antes de conocerlo.
La casa se
veía extrañamente desnuda sin todos los cuadros, figuras y fotos familiares que
la decoraban, sin contar que habían removido casi todos los muebles de sus
lugares habituales. De cierta manera, ver tu hogar (o lo que pronto sería tu hogar) en aquél estado te hacía
sentir un poco mal porque, a pesar de todo, éste te había protegido de duras
noches frías, te había mantenido a salvo de copiosas lluvias de mitad de julio
y te había visto llorar contra la almohada de tu cama al menos un par de veces.
--Los de la
mudanza no deben tardar en llegar –dijo el padre de Francisca, después de
haberse echado un último trozo de pan con huevo a su boca--, así que espero se
encuentren ya vestidos cuando aparezcan por aquí. Supongo que ya tienen todo
listo, ¿no?
Sus hijos
asintieron lacónicamente.
--Muy bien.
Y como era de
esperar del algo errado sentido de la puntualidad que tienen la mayoría de los
habitantes de Chile, los encargados de la mudanza llegaron a la casa con un
gigantesco camión frente a ella media hora más tarde de lo acordado. El padre
de Francisca prefirió no hacerse mala sangre por aquél detalle y los dejó
entrar, llenando una serie de formularios y papeles que su pequeña hija optó
por no tratar de entender.
Así fue cómo
comenzó el traslado de hogar de los Santibáñez.
Francisca y
Sebastián se encargaron ellos mismos de trasladar sus pertenencias hasta el
camión de mudanza, temiendo que los trabajadores de aspecto bruto terminaran
por romper algo sumamente importante.
--La consola
Wii se va con nosotros en el auto, ¿no es cierto, papá? –le preguntó Sebastián
a su padre con la caja de su consola de videojuegos entre sus brazos, mirándolo
con los ojos brillosos.
--Por supuesto
–replicó el aludido--. Dentro del camión puede hacerse polvo con una vuelta muy
brusca o algo por el estilo.
--Excelente
–sonrió el chico, no muy alegre del todo.
Los
trabajadores tardaron cerca de una hora y media en echar todos los muebles y
demás cosas dentro del camión, apilándolas y dejándolas de una forma en que
cundiera mucho más el espacio en él, demorando unos cuantos minutos más que la
última vez que habían hecho el procedimiento hacía un año atrás, más o menos.
Cuando ya los
padres de Francisca iban a cerrar por última vez la casa en la que habían
vivido, se escuchó el llamar del nombre de la chica. Para su sorpresa, eran sus
amigas del colegio, quienes venían corriendo por el otro lado de la calle con
cajas envueltas en papel de regalo en cada uno de sus brazos.
--¡Pensábamos
que ya se habían ido! –resopló Antonia.
--Estábamos en
eso –dijo Francisca.
--Bueno, pero
hemos llegado justo a tiempo –dijo Tamara, exhalando aire por su boca
descompasadamente--. Lo siento, pero tuve unos percances en casa.
--Eso es lo de
menos –sonrió Francisca, sintiendo un nudo en su garganta--. Lo importante es
que estén aquí.
--Hola, chicas
–saludó el papá de Francisca a sus amigas con un ademán luego de haber cerrado
la puerta de la casa con llaves, esbozando una sonrisa.
--Hola, tío
–lo saludaron de vuelta las niñas.
Y acto
seguido, Ximena, la otra amiga restante, se aclaró la voz para hablar. Se
notaba totalmente nerviosa y al borde del llanto.
--Te hemos
traído unos presentes para que nos recuerdes allá, adónde te diriges.
Una a una, las
amigas de Francisca le hicieron entrega de los regalos que tenían entre sus
brazos a ésta.
--Tendrás que
abrirlos cuando estés en tu casa nueva –le dijo Tamara, observándola con los
ojos lacrimosos--. Tendrás que prometerlo, Pancha.
Francisca
quiso saber de inmediato qué venía dentro de cada una de aquellas cajas, pero
se reservó aquellas ganas para poder cumplir el trato que debía hacer con sus
amigas.
--Lo prometo.
--Dame eso,
hija –habló su padre, detrás suyo. Francisca se dio vuelta y se dio cuenta de
que su papá extendía sus brazos para que ella le hiciera entrega de todas las
cajas que sostenía y así pudiera despedirse de sus amigas una última vez.
Una vez sin
nada entre sus brazos, Francisca se abrazó con sus tres amigas, terminando por
llorar las cuatro juntas. Ése era el momento más difícil de todos: la
despedida; la despedida que significaba un “hasta siempre”, un “jamás nos
volveremos a ver”.
--Jura que
nunca te vas a olvidar de nosotras –sollozó Antonia, sin soltarse de las
demás--. Júralo.
--No, no lo
haré jamás –prometió Francisca, apretando sus ojos.
Estuvieron así
alrededor de un minuto, que en realidad parecieron una verdadera infinidad. La
pequeña Santibáñez pudo sentir todo el cariño que sus amigas le tenían, y eso
le dio más pena aún. No podía dejar de llorar.
--Francisca...
–susurró su mamá detrás de ella, algo incómoda por tener que arruinar la
escena. Pero así siempre tenía que suceder. Así siempre ocurría.
Su hija se fue
separando poco a poco de sus amigas y las miró a todas.
--Ustedes han
sido las mejores conmigo –les dijo--. Me recibieron cuando llegué aquí y no
tenía nada. Me dieron su apoyo y me enseñaron muchas cosas importantes. Espero
que estén bien de aquí en adelante. Las estaré llamando de vez en cuando y me
contactaré con ustedes por Facebook o MSN –La muchacha se acercó a cada una de
sus amigas y les besó en sus mejillas--. Cuídense mucho. Las quiero.
Sus amigas les
devolvieron el gesto y vieron cómo Francisca se dirigía a su auto acompañada de
sus padres. Antes de subir al vehículo, la última se despidió de ellas con un
movimiento de manos y, luego de sentir la suave sacudida emitida por el motor
del auto, vio cómo sus amigas iban quedando atrás, agitando sus manos
justamente al frente de lo que ya era su antigua
casa.
Sus padres no
dijeron nada; su hermano menos. Todos iban totalmente alicaídos.
El papá de los
hermanos prendió la radio para escuchar justamente cómo Robert Smith de The
Cure cantaba que los chicos no debían llorar a pesar de sentirse fatal por
dentro. Al menos esa música alegre le hacía olvidar un poco todo lo que estaba
dejando atrás, al igual que físicamente lo iban haciendo ahora las muchas de
sus antiguas casas vecinas y plazas en que muchos niños pequeños se entretenían
(en las cuales, por cierto, ella misma se había entretenido tiempo atrás, le
había confidenciado secretos a sus amigas y había jugado a saltar la cuerda con
ellas y otras tantas compañeras de curso).
Francisca se
vio a sí misma llorando en el reflejo de la ventana del vehículo. “No puedes
estar así todo el viaje”, pensó, haciéndose la dura.
Si has llegado
a vivir un cambio de casa al menos una vez en tu vida, podrás saber todo lo mal
que se sentía por dentro Francisca, como si tuviera un vacío dentro de su
pecho. Si es que no lo has vivido nunca, en parte me siento alegre por ti,
puesto que nunca has tenido que dejar atrás grandes amistades ni lugares que
han significado mucho para ti y que quieres un montón. Es una pena tener que
hacerlo a veces, pero para muchos otros, hacer esto es una suerte de encanto,
sintiéndose cada vez más llenos de espíritu a medida que van conociendo otros
lugares.
“No todos los
cambios son malos en la vida”.
Quizá de
verdad fuera así, aunque a uno le costara mucho acostumbrarse a otro lugar
donde vivir. Podía ser una cosa de predisposición, sólo eso. Nada más que eso.
Francisca
pensó en todas las buenas amigas que podía conocer en su nuevo colegio, en
todos los posibles buenos vecinos de su nuevo barrio... Uno nunca sabía lo que
le deparaba el futuro. Podía ser malo o bueno; o ambos.
La chica se
secó las lágrimas de sus ojos y decidió contemplar el terreno verdoso que salía
a despedirla para siempre de la ciudad: sendas granjas con vacas y caballos
pastando por ahí, árboles que se mecían alrededor de la carretera como si
bailaran una inaudible y extraña danza y grandes hectáreas de frondosos bosques
resistentes incluso a la fría temporada de invierno que se estaba viviendo en
todo el país.
Francisca
estaba tan muerta de sueño, cansada y triste, que no le costó mucho quedarse
dormida sin siquiera darse cuenta. Sólo se sumió en un sueño sin imágenes, un
sueño relajado. No se percató de ello hasta que su padre y su madre la
despertaron a las tres horas después, cuando se habían detenido en un restorán
a mitad de la carretera para almorzar. Tenía un ligero dolor de cuello por
haberse quedado dormida apoyada en el vidrio de su lado y un gustillo amargo en
la boca.
--Vamos,
dormilona, despierta –le dijo su madre, meciéndola con delicadeza--. A menos
que no quieras almorzar.
--No, tengo mucha
hambre –respondió la chica, sintiendo cómo su estómago gruñía por un poco de
comida--. Sólo me quedé dormida un ratito.
La chica se
levantó algo desorientada y siguió a sus padres y a su hermano por un
estacionamiento pavimentado hasta entrar al antes mencionado restorán. Todos
pidieron un menú de arroz con pollo asado, ensaladas y fruta de postre; ninguno
de ellos quería pedir un almuerzo tan contundente como para que un acceso de
dolores estomacales les hiciera detener en medio del trayecto hasta su destino,
lo cual no sería muy agradable que digamos. Aprovecharon de ir al baño para
mojarse la cara y volvieron al auto para seguir con el viaje.
--¿Quieres
jugar con mi Game Boy, Frannie? –le preguntó su hermano cuando ya habían
transcurrido unos cuantos minutos de iniciada la continuación del trayecto.
--No, gracias
–le replicó la chica, sonriéndole amablemente--. En realidad me siento un poco
soñolienta.
--Está bien
–dijo Sebastián--. Yo ya me aburrí de tanto jugar. Creo que intentaré quedarme
dormido igual que tú.
--No es mala
idea.
Y siguiendo
sus propias palabras, Francisca se acomodó en el asiento esperando pronto
quedarse dormida para no tener que pensar en tantas cosas. Ya lo haría en su
nuevo hogar, cuando llegara.
Cuando volvió
a despertar, ésta vez se encontró con que ya era de noche y estaban a punto de
ingresar a una ciudad llena de luces que, a primera vista, se hacían cegadoras.
Una punzada de nervios atacó el estómago de la niña, dándose cuenta al fin de
que su vida ya no iba a ser la misma de antes. Estaba físicamente ya en otra
ciudad, entre otra gente. Ya no había vuelta atrás.
--¿Estamos
llegando? –quiso saber Francisca, adormilada.
--Sí –le
replicó su padre, mirándola por el espejo retrovisor, esbozando una tímida
sonrisa--. Se ve hermosa la ciudad de noche.
--Supongo.
Su hermano
seguía durmiendo, roncando fuertemente. Lo más probable era que despertara
cuando llegaran a su nuevo hogar.
El vehículo se
introdujo por una avenida poco transitada a esa hora de la noche y avanzó por
calles totalmente desconocidas para Francisca. A veces ella se sentía bastante
sorprendida por la capacidad que su padre tenía para acordarse de direcciones e
indicaciones dadas por personas que en realidad sabían darlas. Porque su padre
nunca había estado en ésa ciudad. Era un hecho.
Demoraron
cerca de treinta minutos en salir del centro de la ciudad y llegar hasta una
villa ubicada al este de ésta, al final de la zona poblada de toda la ciudad.
Así Francisca pudo comprobar que lo que le había dicho su mamá respecto a su
nuevo hogar, era cierto: todas eran de dos pisos y bastante amplias.
Su padre
revisó su moderno celular (probablemente leyendo las direcciones e indicaciones
dadas por su jefe para llegar hasta su nueva casa) y siguió avanzando
lentamente. Las calles se veían tranquilas e iluminadas. Parecía ser un buen
barrio.
--Ya estamos
cerca –indicó su papá, virando a la derecha para seguir hasta una calle
horizontal al final de la que transitaban en ése momento. Más allá no se veía
absolutamente nada: estaba tan oscuro como la boca de un lobo. Seguramente
había un risco o algo así.
Al llegar a
aquélla calle, su papá observó detenidamente el cartel que había en la esquina
y giró hacia la izquierda. Sonreía como un niño al cual le acaban de entregar
el regalo de Navidad que había deseado durante todo el año. Empezó a aminorar
la velocidad, lo que indicaba que ya estaban muy cerca de su nueva casa.
De pronto, el
papá de Francisca se estacionó en frente de una casa esquina, la última de toda
la fila.
--Listo
–anunció él--. Hemos llegado a nuestro nuevo hogar.
Sebastián se
despertó notoriamente desorientado y puso cara de sorpresa al ver lo que era el
nuevo lugar donde vivirían hasta quién sabía cuándo.
--Guau...
--Es preciosa
–dijo Francisca.
--Creo que ya
podemos bajarnos –dijo su madre.
Y todos lo
hicieron con movimientos lentos, escuchando cómo sonaban algunas de sus
vértebras al crujir y sentían pasar algunas hormigas trabajólicas por sus
piernas. El clima era un poco más cálido en la nueva región; al menos eso pudo
aventurar Francisca en un primer análisis del sitio.
--He aquí
nuestra nueva casa –dijo su padre, alzando sus brazos hacia ella. Y sí, era
algo enorme--. Y lo más maravilloso de todo, es que creo que tenemos un bosque
justamente al frente de nuestra vista –agregó, dando media vuelta. Todos lo
imitaron--. Ahora no sé ve porque está un poco oscuro. Pero ahí está. Mañana
podrán verlo mejor. Rubén me dijo que era gigantesco. ¿No les parece
entretenido?
Sebastián
pareció no haberse inmutado mucho por la noticia. Sin embargo su hermana tuvo
una extraña sensación al oír aquello. No supo por qué, pero al mirar en
dirección al sector oscuro que indicaba su padre, sintió como que de ahí
provendrían tanto aventuras buenas como malas.
Cuando se dio
vuelta para entrar junto a su familia a su nueva casa, ni siquiera se dio
cuenta de que de aquél lugar, justo en ése momento, comenzaba a alzarse una
bandada de nerviosos y oscuros pájaros contra el cielo, como si huyeran por sus
propias vidas de entre los árboles.
Escrito por
Felipe Cortés Santander
,el
3/06/2013
Enviar por correo electrónicoEscribe un blogCompartir con TwitterCompartir con FacebookCompartir en Pinterest
0
comentarios
A veces siento que el frío consume más que el calor, pero es sólo a veces.
Arrullarse entre las sábanas no te defiende de los monstruos,
sólo te cierra el paso a conocerlos.
Sin embargo, siempre es un buen tiempo para decir basta y tener
claro que si ésa persona no te ayuda ni quiere estar contigo,
no tienes por qué morir por ella.
Vivir es respirar, moverse, bailar, cantar, tocar un instrumento,
sonreír, ver, sentir, correr, caminar, conversar, reír a carcajadas.
Vivir no es que la otra persona respire, se mueva, baile, cante, toque un instrumento,
sonría, vea, sienta, corra, camine, converse y ría a carcajadas.
Vivir es extender la mano y hacerlo juntos,
no separados.
Pero a veces, se tiene que medio vivir, simplemente.
Arrullarse entre las sábanas no te defiende de los monstruos,
sólo te cierra el paso a conocerlos.
Sin embargo, siempre es un buen tiempo para decir basta y tener
claro que si ésa persona no te ayuda ni quiere estar contigo,
no tienes por qué morir por ella.
Vivir es respirar, moverse, bailar, cantar, tocar un instrumento,
sonreír, ver, sentir, correr, caminar, conversar, reír a carcajadas.
Vivir no es que la otra persona respire, se mueva, baile, cante, toque un instrumento,
sonría, vea, sienta, corra, camine, converse y ría a carcajadas.
Vivir es extender la mano y hacerlo juntos,
no separados.
Pero a veces, se tiene que medio vivir, simplemente.
Escrito por
Felipe Cortés Santander
,el
3/05/2013
Enviar por correo electrónicoEscribe un blogCompartir con TwitterCompartir con FacebookCompartir en Pinterest
0
comentarios
Despertar
Despertar, ver la vía correcta, la verdad detrás del espejo, de tu imagen,
y sonreír, saber que ya es hora de vestirse y levantarse,
dejar atrás la cama para volver a abrir la puerta.
Todos lo hacen, todos lo necesitan.
Cuando se empieza un viaje solo, no se espera a nadie.
Las cosas importantes se encuentran a cada tramo,
no se llevan con uno desde la casa.
A veces, es mejor ser fuerte y dejar atrás lo que echa raíces.
Siempre es bueno buscar un mejor lugar donde sentar cabeza.
y sonreír, saber que ya es hora de vestirse y levantarse,
dejar atrás la cama para volver a abrir la puerta.
Todos lo hacen, todos lo necesitan.
Cuando se empieza un viaje solo, no se espera a nadie.
Las cosas importantes se encuentran a cada tramo,
no se llevan con uno desde la casa.
A veces, es mejor ser fuerte y dejar atrás lo que echa raíces.
Siempre es bueno buscar un mejor lugar donde sentar cabeza.
Escrito por
Felipe Cortés Santander
,el
3/05/2013
Enviar por correo electrónicoEscribe un blogCompartir con TwitterCompartir con FacebookCompartir en Pinterest
0
comentarios
Dos almas
Caminar,
vagar, existir en otra dimensión,
sonreír
sin fingir, sin dejar de ser uno,
sin
dejar el suspiro monótono para encontrar otro alba.
Es
tomar tu piel y flagelarme arrancando la yema de mis dedos,
quemándolas
con el fruto prohibido nominado por él mismo,
por
esas llagas que sangran nada,
para
ver ese dolor y ese sentir que te hace estar más muerto que vivo,
ese
sentir que te dice que no se puede seguir sin esperanza,
que
la fe está muerta, violada, lanzada en un charco de sangre,
y
que una persona corre con un puñal en su mano,
siendo
visto, capturada por la mirada,
pero
libre, arrancando sueños como apuñaladas a la sal,
sintiendo
cómo se acabo todo en palabras sin emoción,
sin
un saludo, sin un “buenas noches”,
sin
el mismo despido con décimas de cariño
porque
nunca fuimos nada,
solo
dos almas en pena, heridas,
mutiladas,
enfermas, asfixiadas.
Somos
dos almas que llegaron a un mismo punto,
pero
de polos opuestos generados,
tú
el más, yo el signo menos.
Es
caminar, vagar, existir en nuestra dimensión,
que
cuando volvemos a la real, ya nada queda,
sólo
un vacío. Sólo eso. Sólo un vacío,
un
vacío que no quieres llenar, y que yo muero porque lo hagas.
Es
ése grito imperfecto, infantil, tan destrozado,
que
me hace valer nada si no es al lado tuyo,
como
un pequeño animal que necesita de un dueño,
de
un par de órdenes, de un poco de cariño,
de
un poco de comida, de agua, de energía para no perecer.
Es
la necesidad, el sentimiento más hondo,
tan
puro como el agua de las cordilleras que esconden nuestras estrellas.
Es
ése brillo que veo en ti, tan clandestino,
tan
aciago, pero tan hermoso, tan plateado,
tan
luminoso, como una vela en medio de la lluvia,
desamparada,
solitaria, única.
Es
la necesidad.
Es
el vacío.
Eres
tú.
Soy
yo.
Somos
nosotros.
Juntos.
Separados.
De
tu luz depende.
Y
tú lo sabes.
Más
bien de lo que crees.
Escrito por
Felipe Cortés Santander
,el
3/03/2013
Enviar por correo electrónicoEscribe un blogCompartir con TwitterCompartir con FacebookCompartir en Pinterest
0
comentarios
Etiquetas:
*Dos almas,
# POEMAS
Constelaciones
Constelaciones
oscuras sobre tu espalda,
galaxias
indecifradas que se arrastran a lo largo,
como
pequeños sueños, como pequeños secretos,
cada
uno con su propio susurro,
guardándose,
receloso, tratando de ser único,
viviendo
la fantasía de estar oculto.
Escrito por
Felipe Cortés Santander
,el
3/03/2013
Enviar por correo electrónicoEscribe un blogCompartir con TwitterCompartir con FacebookCompartir en Pinterest
0
comentarios
Etiquetas:
*Constelaciones,
# POEMAS
Suscribirse a:
Entradas (Atom)