La Envidia

Para la perversa mujer que ayudó
a inspirarme.

En un día como cualquier otro, un joven común y corriente se despertó como toda la gente común y corriente lo hace. Bostezó, se desperezó y fue al baño para lavarse la cara como solía hacerlo todas las mañanas.

Pero Dios cometió un error al darle la oportunidad de romper su rutina. Dios cometió un grave error.

El joven se miró al espejo y examinó hasta el más mínimo detalle de su rostro. Así comprendió por qué la niña que le gustaba nunca lo tomaba en cuenta y por qué ella se besaba con otro chico mucho más apuesto y sensual que él.

--Soy feo --le dijo el chico a su reflejo, con tristeza--, soy feo --volvió a repetir.

Claro: no tenía el pelo rubio, ni los ojos azules, ni las cejas finas, ni los dientes blancos y derechos, ni músculos que se marcaran en su polera como los tenía el chico cuyas sucias manos tocaban a su amada secreta.

El joven sintió asco y nauseas al notar lo horrible que era, así como por culpa de la macabra idea que se le había pasado por la cabeza.

Si Dios no hubiera permitido que el chico se viera en el espejo, quizá no hubieran ocurrido ninguna de las desgracias que acontecieron después.

Sonó el timbre como a eso de las dos de la tarde en la casa del chico rubio, apuesto y sensual justo después del almuerzo. No hubiera creído ni en broma que quien llamaba a la puerta era el feo e imbécil que vivía a unas cuantas casas más allá de la suya. Y no sólo eso: sonreía de oreja a oreja, con sus manos escondidas detrás de él. Parecía un niño pequeño esperando por algo de diversión...

...Diversión por la cual no esperó más.

El joven mostró el cuchillo que tenía escondido tras su espalda y se lo enterró al chico rubio en su estómago, empujándolo hacia el interior de su casa. Fueron más o menos unas cincuenta apuñaladas rápidas y bestiales, una lluvia de acero fría y sangrienta, una lluvia de gritos, risas y trozos de arroz y ensalada que el chico rubio había acabado de almorzar y que su estómago, al ser despedazado, no pudo albergar más.

Si me preguntaran si es que fue un crimen perfecto, yo respondería que sí lo fue.

No vivía nadie con el chico rubio por razones que a ninguno de ustedes les importa. Nadie, entonces, se daría cuenta de las manchas de sangre, carne y comida repartidas por el interior de la casa. Nadie notaría tampoco que el chico rubio había muerto. Nadie notaría que ahí se había matado a alguien, que alguien ahí se había ganado un pasaje directo al infierno, y en primera clase.

Y más fácil que matar al chico rubio, para el chico feo fue el llevar el cadáver del primero hasta su casa para así continuar con su macabro plan, porque, como todos sabemos, hoy en día ninguna persona se preocupa por el bienestar de nadie, incluso si a alguien cargar por la calle el cuerpo de un apuñalado a plena luz del día.

Ahora en casa, cuchillo en mano, el chico feo se dispuso a robarle la identidad a su victima, cortando su cara como si de una máscara se tratara, sacando sus ojos azules, arrancando su hermoso pelo junto con su cuero cabelludo. Era como jugar a las operaciones llevadas a cabo por un cirujano loco en la habitación donde dormía, donde soñaba, donde veía televisión, donde se masturbaba pensando en la chica que le gustaba.

Y frente al espejo que lo había hecho ver su triste realidad por la mañana, se cosió el rostro del chico rubio encima del suyo, se rapó el pelo con su máquina de afeitar para luego pegar encima su nuevo cabello, y con la cuchara sopera con la que solía comer el caldo de pollo que le preparaba su abuela cuando los visitaba, se arrancó sus ojos para insertar en sus cuencas los azules del chico rubio.

Había quedado fenomenal, casi más bello que el chico rubio... aunque ahora el chico rubio era él, de eso no cabía duda.

El siguiente paso era ver si su magnífica operación daba los resultados esperados.

Para eso salió a visitar a la chica que tanto le gustaba.

En la calle se sintió observado, querido y deseado al ver cómo muchas chiquillas bonitas y no tan bonitas se daban vuelta para escudriñarlo, algunas mordiéndose los labios, otras sintiendo cómo un extraño líquido salía de entre sus piernas.

Y sorpresa fue lo que sintió la chica que le gustaba al verlo. No pudo resistirse a la tentación de abrir su boca y dejar que sus ojos brillaran por él. Era más hermoso que su novio, aunque se asemejaba mucho a él... pero era más atractivo: los cortes que rodeaban sus facciones con la forma de una mascara (que debían de ser producto de una mala rasurada), le daban un toque más varonil que la excitaba.

Lo dejó entrar a su casa, lo dejó sentir el sabor de sus labios, lo dejó sentir el calor de sus primeros orgasmos (porque ella era virgen, y como éste nuevo chico rubio era tan lindo, no podía dejar pasar la oportunidad de perderla con él), lo dejó tocarle sus pechos, que besara sus caderas, que lamiera sus pies...

A la chica no le importó que el joven rubio no durara los cuarenta y cinco minutos en la cama como a ella le hubiera gustado en su primera vez ni que el tamaño de su pene fuera más pequeño de lo que quería. No, no le importaban aquellos negativos factores. ¿Por qué? Porque era un muchacho rubio ojos azules, era hermoso. Para ella, eso lo hacía perfecto.

Y mientras la pareja se preparaba para seguir teniendo más sexo, por esas casualidades de la vida en que Dios quiso detener los resultados que su error había provocado durante la mañana, una camioneta de detectives se detuvo justo al frente de la casa del chico rubio asesinado para ver si alguien les podía dar agua para saciar la sed que, inexplicablemente, les había dado a todos y en el mismo momento.

Cuando llamaron a la puerta, supieron que algo raro estaba ocurriendo puesto que, por la hora que era (eso de las ocho de la tarde), nadie salía de sus hogares para no perderse ningún capítulo de la teleserie que estaba causando furor en la televisión.

Decidieron, entonces, desenfundar sus armas y abrir de una patada la puerta de la casa que tenían en frente, porque, definitivamente, algo raro estaba ocurriendo. Lo único que encontraron al interior del hogar fueron millones de manchas de sangre repartidas por todo el lugar y trozos de algo que parecía arroz mezclado con ensalada. Usaron todos los aparatos de detectives para inspeccionar la escena del crimen y concluyeron, por la forma en que supuestamente se habían efectuado los cuchillazos, que el asesinato había sido obra de la envidia.

--El asesino debe de haber sido alguien feo –especuló un detective--, porque alguien feo, de por sí, no creo que genere la envidia de alguien bonito.

--Tienes toda la razón –dijeron los demás detectives.

Los tipos enfundaron sus armas y salieron de la casa en búsqueda del culpable de tan brutal asesinato, ya sin sed, puesto que cómo misteriosamente había llegado, de la misma forma había desaparecido.

Después de haber obtenido la información necesaria, los detectives dieron con la casa del chico más feo del vecindario. Tocó la suerte, por una de esas buenas jugadas de Dios por tratar de solucionar su error, que justo iba entrando un chico alegremente a la casa indicada... Pero no era feo como habían dicho los vecinos, sino que era hermoso: tenía el pelo rubio y los ojos azules. No, él no podía ser el asesino; de hecho, él podría haber sido la víctima, o podía llegar a ser la futura víctima del asesino feo que andaba suelto por ahí.

--¡Nos dieron mal la información! –exclamó el detective que manejaba el vehículo, golpeando con ira el manubrio de éste--. Mejor busquemos por cuenta propia al responsable de todo esto –y partieron en búsqueda del chico feo que había asesinado a la persona cuya sangre había manchado toda su casa.

Fue así como los detectives dieron con otro chico no tan feo dentro del vecindario al cual, por el hecho de no tener a quien más responsabilizar y por temor de que matara al chico rubio que habían visto entrar tan feliz a su casa, lo culparon, golpearon y mataron de exactos y rápidos sesenta tiros.

Después de eso, los detectives pudieron sentirse totalmente tranquilos y libres de todo deber de protección. Ya habían hecho su trabajo.


Dios se dio cuenta de que, por desgracia, ni Él tenía el poder suficiente como para detener a un chico rubio ojos azules, aunque, detrás de esa máscara de carne creada por él mismo, ese chico fuera más feo que la peor mentira de todas. Claro, porque el chico era feo por dentro, detrás de la máscara, y lindo por fuera, al exterior de ella.

Dios sólo se sentó en su gran asiento donde contemplaba todo lo que acontecía en el mundo, sacó de su morral una pipa junto con algo de hierba de su Jardín del Edén y se dispuso a mirar cuál sería la próxima locura que haría el nuevo chico rubio. Después de todo, era tan hermoso, que valía la pena mirarlo, aun para Él, un ser rubio de ojos azules.

2. Todo de nuevo

Francisca había llegado a pensar, casi inconscientemente, que tal vez su madre podría haberle estado mintiendo acerca de lo de su próxima habitación en el segundo piso de la casa nueva como un método para dejarla más tranquila respecto a la mudanza, sabiendo que un poco de esperanza depositada en ella, al final de todo, haría un buen trabajo. Pero después de todo, y para bien de la propia chica, su madre no le había mentido en lo absoluto. Su nuevo hogar era, si bien no inmenso, mucho más amplio que todos en los que habían vivido anteriormente, sin contar con el hecho de que obviamente tenía dos plantas. Sin duda alguna, la empresa de su padre quería tenerlos viviendo en un buen lugar esta nueva temporada; los negocios, probablemente, debían ir bien.

--Es inmensa... –susurró Francisca, paseándose por el vacío vestíbulo de la casa.

--Sí que lo es –dijo su mamá, luciendo una mueca de “te lo dije” en el rostro--. Hasta creo que sobrará un cuarto.

--Será para algún huésped inesperado –comentó su esposo, acercándose por la espalda a ésta última para tomarla por la cintura y darle un beso en su nuca. La mamá de Francisca emitió una risita y un temblor nervioso. Sebastián hizo una mueca de cómico asco y se dirigió al segundo piso para explorarlo.

Justo en ése momento, cuando su hermana iba a acompañarlo en su aventura para verificar qué tan grande era el lugar adónde él se había encaminado, se comenzó a oír el intenso vibrar del motor de un camión en la distancia. Era evidente: el trabajo aún no había terminado. Ahora tocaba desempacar.

“Oh, Dios...”, resopló mentalmente la chica.

Sus padres salieron a la calle y ella detrás de ellos. El enorme vehículo venía recién doblando por la esquina en que ellos mismos se habían detenido para que su padre pudiera verificar el nombre de la calle en la que se encontraban. No demoraron mucho en quedar estacionados frente a la casa. Los trabajadores se bajaron del camión algo agotados por el largo viaje y comenzaron a bajar todas las cosas que contenía la zona de carga de éste, mientras uno de ellos (el chofer) le hacía firmar al papá de Francisca un documento de aspecto importante.

--Señora, tendrá que decirnos dónde quiere que dejemos todas las cosas –le dijo uno de los trabajadores a la mamá de Francisca caballerosamente.

--Está bien. Yo les indicaré dónde.

Francisca vio la hora en su reloj de Minnie con aire cansado (propiedad suya desde que tenía cinco años) para darse cuenta de que eran casi las nueve de la noche. Las labores en el hogar tenían como para un par de horas más, por lo bajo. Fue por eso que la chica decidió desperezarse un poco y ayudar en lo que pudiera con la mudanza, aunque aquello sólo rebajara en cinco minutos todo lo que se podían llegar a retrasar los trabajadores en total.

--Manos a la obra –dijo en voz alta, para darse un poco más de ánimos.

La joven Santibáñez no se sorprendió para nada al saber que había estado correcta al pensar que demorarían casi dos horas en bajar todas sus cosas del camión y establecer la mayoría de ellas dentro de la casa. Siempre era todo así de caótico; salvo que en ésta ocasión, por primera vez, la mudanza terminaba a altas horas de la noche. Ubicaron las cosas más importantes, como las camas y ciertos otros muebles en sus respectivos lugares, y decidieron entonces por dejar de trabajar hasta el día siguiente.

El señor Santibáñez firmó unos cuantos papeles antes que los de la mudanza se fueran y cerró todas las puertas con llave. La casa, a pesar de ser nueva, le daba un extraño aire de seguridad a Francisca. Pocas veces se sentía así. Quizá fuera una especie de premonición o algo por el estilo lo que le daba a pensar que tal vez las cosas no fueran tan malas después de todo, como le había dicho su madre días atrás.

--Bien, Francisca, ¿estás lista para dormir en tu nuevo cuarto? –le preguntó su madre señalando su vacía nueva habitación... vacía a excepción de la cama que reposaba al medio de ésta, evidentemente.

--Sí –replicó su hija. No podía ser mejor su nuevo cuarto: justo al frente de la puerta de entrada había una ventana que daba directamente al bosque de la villa, ahora ensombrecido por la noche. Era tal y como la había imaginado con anterioridad. Ya se veía a sí misma sentada en el alfeizar de la ancha ventana, escribiendo, escuchando música o haciendo cualquier otra cosa. Era perfecto--. Ya empecé a amarla.

--Así me gusta –dijo una voz masculina detrás de ellas. Obviamente era el señor Santibáñez, que sonreía con aire satisfecho y con sus manos en jarras--. La casa me ha encantado. Es la más hermosa de todas en las que hemos estado.

--Es verdad –corroboró su esposa, luciendo una sonrisa similar a la de él--. Mañana, si es que nos queda tiempo luego de ordenar todas las cosas, podríamos ir a explorar el famoso bosque del que te habló Rubén.

--Sería genial, pero lo dudo, cariño –le dijo el señor Santibáñez--. No creo que terminemos de ordenar todas las cosas en un solo día –Y dirigiéndose a Francisca, agregó--: Bien, Frannie, tendrás que dormir ahora: ya es muy tarde para ti y mañana tenemos mucho trabajo que hacer.

--Está bien, papá.

Sus padres le dieron un beso de buenas noches en la cabeza y cerraron la puerta detrás de ellos. Francisca se quedó un rato observando todo lo que le ofrecía la vista desde su ventana y, acto seguido, comenzó a ponerse su pijama escuchando cómo su hermano Sebastián le pedía prestado el celular a su padre para (lo más seguro) llamar a Jessica y decirle que todo estaba en orden, que la echaba de menos y todas esas cosas que suelen hacer los novios recién distanciados.

Al meterse a la cama, notó lo fría que estaba ésta y trató de conciliar el sueño sin poder evitar pensar en todo lo que había vivido ése día. Se acordó, entonces, de los presentes que le habían dado sus amigas y que no había abierto todavía. Trató de acordarse si los había bajado del auto o no, sin poder llegar a nada concreto. Se debatió unos cuantos minutos en eso, manoseando la idea si bajaba a buscarlos o no. Para cuando ya se estaba haciendo las ganas para salir de su abrigada cama hasta el frío y nuevo vestíbulo, Morfeo la pilló desprevenida y le echó encima su manto de los sueños. La pobre chica estaba cansadísima por culpa del viaje de casi ocho horas de duración que había hecho con su familia y por haber ayudado durante casi una hora entera a ingresar sus pertenencias a su nueva casa.

Cuando la chica ya se había sumergido en un profundo y cansino sueño, una luz verde con forma de cúpula estalló en el corazón del bosque al frente de su casa, del mismo lugar de donde habían salido volando los pájaros hacía mucho rato atrás. Algo ahí se sentía alegre al saber que habían llegado nuevas personas al vecindario...

Al despertar, la pequeña Francisca se sintió algo desorientada al ver que las paredes de su habitación eran más amplias que de costumbre y el techo parecía un poco más distante y era de otro color del que frecuentaba ver al abrir los ojos cada mañana. Claro, ya estaba en otra casa. Supongo que a ti también te ha sucedido cuando despiertas en la casa de una amiga o amigo tuyo luego de una pijamada o una noche de películas de terror.

Buscó sus pantuflas sin lograr recordar si las había sacado de la caja en donde se encontraban o si se había olvidado hacerlo la noche anterior. Pensó que lo más probable era que se hubiera olvidado de ellas y se decidió por bajar (qué extraño sonaba eso de decir “bajar”) a la cocina para tomar desayuno.

Resultó que sus padres estaban hablando en la desolada cocina. Parecían estar decidiendo qué harían a continuación.

--Como ya habrás visto, no tenemos mucho con qué cocinar –dijo el señor Santibáñez--, por lo que creo que tendremos que ir a desayunar a otro lugar.

Y así fue cómo lo hicieron. Despertaron a Sebastián (quien para variar tenía grandes ojeras y los ojos inyectados en sangre) y ya, todos vestidos, se subieron al auto para ir a algún lugar cercano de comida rápida para desayunar algo liviano. La enorme cantidad de cajas apiladas por toda la casa auguraba un montón de trabajo para la tarde, pero las horas respectivas de las comidas jamás se debían saltar. Energía era lo que más necesitarían a lo largo del día.

Resultó que el sitio que buscaban estaba mucho más cerca de lo que habían llegado a pensar. A sólo unas tres cuadras de distancia de su casa había un negocio que se encargaba de vender distintos tipos de colaciones para toda hora del día, especial para familias que preferían salir a comer afuera para ahorrarse el trabajo de preparar la comida y tener luego que lavar los platos y los servicios.

El negocio (llamado “A la vuelta de la esquina”) estaba bonitamente ornamentado por unas cuantas mesas y sillas repartidas por todo el antejardín de la casa, sombreadas por quitasoles azules, y una gran cantidad de dibujos de madera de pollos ofreciendo los distintos menús del día y los productos que ahí se vendían. A Francisca le parecía extraño que la gente siempre dibujaba a los animales tan felices y animados sabiendo que eran ellos los que se convertirían en la próxima cena familiar del día; si fuera por ella, estaría triste si supiera que se iba a convertir en el almuerzo de otro ser humano, o de un tigre o un león.

Los Santibáñez vieron cómo una madre de pelo liso castaño y lentes recibía un par de sándwiches y dos jugos en caja para luego marcharse con una niña pequeña idéntica a ella con un gorro de rana sobre su cabeza, con largas patas verdes colgando por sus costados y enormes ojos blancos. Francisca le dedicó una sonrisa a la chica cuando pasó a su lado, con un aire misterioso que más que causarle recelo, creó en ella una especie de extraño afecto. Debía tener su misma edad, o redondearla.

--¿Qué vas a querer, Fran? –le preguntó su padre desde la mesa de atención del local.

--Un sándwich con jamón y queso derretido y un poco de té –fue la respuesta de la niña.

A los pocos minutos después, los cuatro se encontraban comiendo sus respectivos desayunos en una de las mesas antes mencionadas, viendo cómo salían los primeros niños a jugar a la calle un día domingo, cómo algunos adultos se dedicaban a regar sus jardines y cómo algunas chicas salían a pasear a sus perros mientras andaban sobre sus patines.

Al acabar con sus comidas, todos le dieron las gracias a la persona que los había atendido y volvieron al auto para empezar de una vez por todas con todo el trabajo que les quedaba por delante.

Antes de apearse del vehículo, Francisca se acordó de los presentes de sus amigas (no sin sentir un nudo en su garganta) y bajó con ellos, dirigiéndose a la privacidad de su cuarto para abrirlos, por si le salía más de alguna lágrima (que presentía que sería lo más probable).

Ya en su habitación, abrió primero el de Tamara, una pequeña caja de cartón revestida con un brillante papel de regalo azul eléctrico. En su interior había una colección de pequeños aros colgando de un bello árbol de metal adornado con incrustaciones de pequeñas gemas de plástico en sus ramas, una billetera rosada de cuero y una carta escrita en una hoja de cuaderno con caritas felices por todos sus bordes. La caja de Ximena contenía una linterna (con una pintoresca nota atada a ella que rezaba: “Para cuando te de miedo la oscuridad”) y una carta parecida a la de su amiga. Y por último, estaba la caja de Antonia, que contenía una carta escrita por su propio puño y letra, una lapicera con su nombre en ella y la colección de libros de Las Crónicas de Narnia. Francisca apiló todos los regalos a un lado de ella y comenzó a leer una a una las cartas de sus amigas, empezando por la de Tamara. Cuando iba en la mitad de ésta, no pudo aguantar más las lágrimas que trataban de salir con fuerza por sus ojos y rompió a llorar con fuerza, como no había querido hacerlo hasta ése entonces. Y así, cada vez que fue leyendo las demás cartas de sus amigas, se le fueron acumulando más sentimientos de tristeza y angustia en su pecho, sentimientos que fueron saliendo sin muchos miramientos en forma de un llanto que parecía querer romperle la garganta, el corazón y sus castaños ojos con ímpetu.

Era un hecho que a sus amigas no las vería más...

Dejó las cartas (con la tinta en muchas de sus partes borroneadas por sus propias lágrimas) bajo la almohada de su cama y dejó todos los regalos de sus amigas encima de ella. Se secó los ojos con el dorso de su mano y salió al pasillo del segundo piso para dirigirse al baño del mismo, en donde se refrescó la cara y trató de disimular lo rojo de sus ojos restregándoselos con la fría agua del grifo.

--¡Francisca, ¿te pasa algo?! –le preguntó su mamá desde el primer piso.

--¡No, nada, voy de inmediato! –mintió la chica, forzando su voz para que no sonara cortada.

Acto seguido, se secó la cara con la única toalla que habían logrado sacar de una de las cajas el día anterior y bajó por las escaleras hasta el living de la vivienda. Su madre la miró con ojo analítico apenas la vio aparecer, quedándose así un buen rato en que la pequeña Santibáñez trató de evitar que sus ojos se posaran sobre ella. Fueron casi diez segundos que parecieron una eternidad. Al final, y para alegría de la muchacha, llegó el señor Santibáñez silbando divertidamente una canción de Américo, rompiendo el incómodo momento diciendo, con aire pomposo:

--Bueno, señoras y señores, ha llegado el momento de la verdad.

La nueva casa de dos pisos parecía no presentar ninguna clase de inconvenientes (de hecho, era bonita, amplia, agradable y cálida) hasta que los Santibáñez fueron conscientes de que debían subir una gran cantidad de muebles utilizando como único camino la escalera que daba a la segunda planta. Claro, la noche anterior habían sido los de la mudanza quiénes habían subido las camas de sus hijos por la escalera, trabajadores con el cuerpo apto para aquellos trabajos, no ellos, quienes simplemente se habían dedicado a ordenar un par de cosas entre todo el revoltijo de objetos luego de haberlos bajado del gran camión con gran esfuerzo.

--Creo que tendremos que machacarnos los riñones, Melissa –le dijo el señor Santibáñez a su esposa, resoplando frente a la escalera que se les presentaba en frente--. No queda otra.

--Rayos –dijo ella, haciendo una mueca de disgusto--. Le hubieras pagado un poco más a los de la mudanza para que hicieran todo el trabajo sucio. Total, eso lo podría haber cubierto la empresa, ¿no?

--Claro, pero no todo –murmuró su esposo, algo azorado--. Al menos no tenemos que subir las camas ni nada de eso –agregó, tratando de mostrarse optimista.

--Algo es algo –dijo la señora Santibáñez, sonando un poco irónica. Miró a Sebastián y Francisca y les indicó--: Ustedes encárguense de ordenar el mayor número de cosas en este piso. Pueden echar los cubiertos en los muebles de la cocina, los platos, ubicar algunas lámparas, qué se yo.

--Está bien –dijeron ambos hermanos, casi al unísono.

Cuando los dos se estaban dirigiendo a la cocina para comenzar a ordenar allí todo lo relacionado a ella, Francisca creyó escuchar que su mamá le decía a su padre algo como: “espero ésta sea la última vez que tengamos que cambiarnos de casa”.

Francisca creyó, por su parte, que no aguantaría otro cambio más.

Estuvieron casi tres horas consecutivas ordenando y ordenando, llevando cosas de aquí para allá por todo el hogar, casi como verdaderas hormigas obreras. Para cuando sus padres decidieron hacer un pequeño receso para ir a almorzar “A la vuelta de la esquina”, todos alegaban de sentir grotescos dolores en la espalda y en los brazos. Seguramente tú también has llegado a sentirte así de mal luego de haber ayudado a tus padres en las tareas de la casa, o luego de haber hecho un aseo meticuloso en tu habitación o después de haber ayudado a armar el árbol de Navidad en el vestíbulo de tu hogar. Si no lo has llegado a sentir nunca, siéntete de verdad muy afortunado, puesto que las molestias producidas por el agarrotamiento de los músculos utilizados perduran de verdad muchos días.

Adoloridos, se dirigieron al local caminando (¿para qué gastar bencina en tiempos en que estaba tan cara y contribuir con la contaminación del medio ambiente cuando caminar era gratis y te hacía tan bien para la salud y no dañaba a nadie?), mirando algunas casas cercanas e inspeccionando y saludando a todos los nuevos vecinos que se les cruzaban por el frente. Resultó que la mayoría de ellos eran muy buena onda, saludando y presentándose con fuertes y afectuosos apretones de manos; los restantes, que fueron no más de unas tres o cuatro personas, sólo saludaron haciendo un ademán con el mentón y gruñendo algo inteligible, en su mayoría ancianos que tal vez se sentían desdichados por vivir sus últimos días tal como los estaban viviendo.

--Es mejor no tomar en cuenta aquellos vecinos –les susurró la señora Santibáñez a los demás, luego de haber pasado el primer anciano gruñón--, menos para conseguirles una taza de azúcar o pedirles prestado un alargador para enchufes.

Todos rieron por el chiste.

Bajo un brillante y cálido sol de invierno, bañado por veloces nubes que parecían correr en una frenética carrera entre ellas, los cuatro Santibáñez llegaron hasta el local de comida rápida. Algo extrañado, el joven tipo que atendía (cuya edad debía redondear los treinta años) los saludó y les preguntó si querían almorzar allí.

--Sí –replicó el papá de Francisca--. ¿Qué tienen de menú?

--Los clásicos de ayer y hoy –le dijo el hombre del otro lado de la mesa, luciendo una amplia sonrisa--. Tenemos arroz, ensaladas, fideos y porotos. Y para acompañar, le tenemos pescado frito, pollo asado, papas fritas y hamburguesas.

--¿Qué van a querer? –les consultó el señor Santibáñez a su esposa e hijos. Luego de que éstos contestaron, el señor Santibáñez se lo hizo saber al vendedor--. ¿Cuánto es en total?

El vendedor le indicó cuánto.

--¿Ustedes son nuevos acá, no? –le preguntó el hombre al señor Santibáñez mientras éste intentaba sacar su billetera del bolsillo posterior de sus jeans--. ¿O son familiares de algún vecino de por acá cerca?

--Somos nuevos –le respondió el señor Santibáñez, extendiendo un billete de diez mil pesos hacia él--. Acabamos de llegar ayer, en la noche.

--Ya veo –asintió el vendedor, con cara de haber visto calzar ante sus ojos todas las piezas de un rompecabezas--. No les quise preguntar nada en la mañana... Como venían en auto, supuse que eran turistas o algo por el estilo. Verlos por segunda vez en el día, y a pie, me dejó en claro que tenían que vivir por acá cerca.

--Muy buena deducción –sonrió el señor Santibáñez.

--Hacer deducciones resulta muy entretenido cuando no hay mucho qué hacer –dijo el vendedor--. Sobre todo en un día domingo --Y diciendo esto, le hizo entrega del cambio correspondiente al papá de Francisca--. En seguida le traigo sus pedidos. Si gustan, pueden tomar asiento en donde les plazca.

--Muy amable, gracias.

A los cinco minutos después, los Santibáñez se encontraban almorzando al aire libre los menús que cada uno había pedido. Comieron lentamente, saboreando, muertos de hambre, cada trozo de comida que se llevaban a la boca. Para cuando hubieron terminado, todos satisfechos, las distintas mesas repartidas por todo el lugar se hallaban ocupadas por familias que seguramente querían descansar el último día de la semana antes de empezar otra nueva.

“Quién como ellos”, pensó Francisca, recordando que tenían que volver a casa para continuar con el orden de todas sus pertenencias.

--¿Todos listos para seguir con el maravilloso trabajo? –les preguntó el señor Santibáñez a su familia, bostezando.

Todos afirmaron con alicaídos movimientos de cabeza. Despidiéndose del vendedor (que no dejaba de recibir más y más clientes), los Santibáñez se encaminaron hacia su hogar a pasos lentos, como si lo que menos quisieran fuera llegar a ella.

Allí, por desgracia de sus ya cansados cuerpos, no terminaron de trabajar hasta eso de las siete de la tarde.

--Al menos ya todo se ve más ordenado y limpio –resopló el papá de Francisca observando la casa con aire satisfecho--. ¿Se dan cuenta de lo hermosa que es?

--Sí –aprobaron todos. Y tenía razón: la casa de verdad se veía bonita, con una lámpara halógena en una de sus esquinas, justamente arriba de un cómodo sillón, como para detenerse a leer ahí debajo; un estante lleno de libros de recetas, enciclopedias del cuerpo humano y distintos tomos de atlas mundiales; un pequeño mini bar para los adultos y visitas; y, cómo no, el bien amado televisor instalado en una de las paredes del vestíbulo, al frente del sofá familiar. La casa tenía ése aire acogedor que la gran mayoría de las casas anteriores no tenían en un principio. Era extraño, pero por primera vez, en años, Francisca se sentía como en casa.

--¿Qué más nos falta? –preguntó Sebastián, abriendo la boca como hipopótamo para bostezar.

--Bueno, ya que lo dices –le dijo su padre--, tenemos que ir a por provisiones al supermercado. ¿Quién dijo yo?

Francisca sabía que diciendo “yo” o no, todos tendrían que volver a subir al auto para dirigirse al centro de la ciudad, en donde naturalmente se encontraría el supermercado al que debían ir para buscar comida con qué rellenar el refrigerador y los estantes de provisiones.

--Mejor voy a buscar un abrigo –exhaló su esposa, dirigiéndose al segundo piso con pasos cansados, dejando al señor Santibáñez con sus palabras en el aire.

Francisca y Sebastián la siguieron en silencio.