Una cosa de todos los días

Para Luchín, el mejor amigo

de mi amigo.




Era fácil. Lo había hecho un montón de veces antes: llegar a mi casa me era una proeza fácil de cumplir; hasta lo había hecho en peores estados que en el que estaba. No me preocuparon las llamadas desesperadas de mi madre ni me preocupó tampoco el hecho de que esa tertulia en el pub no tenía ni la más remota pinta de querer terminar temprano. En mucho menos de una hora bebimos (mis cuatro amigos y yo) ocho cervezas o más, algo exagerado quizá, pero eran los últimos días de clases después de un arduo semestre universitario y había que festejarlo. Además, nuestras mentes buscaban olvidar todo lo aprendido a lo largo de él.

El pub de mala muerte se seguía llenando de gente, humo y ruidos, mientras que nuestros estómagos se seguían llenando de alcohol, nuestros hígados continuaban destruyéndose y nuestros ojos se llenaban de imágenes borrosas.

“Esto está perdiendo el control”, pensé al pedir dos pitcher más. Vaso vacío, corazón triste. “¿Era así el refrán?”. Vaso lleno, corazón contento. “Sí, así era”.

Y pasaban horas y horas.

Afuera, en el mundo real, donde habría sido visto como el típico joven borracho y perdido, se estaba volviendo oscuro: debían de ser las ocho de la tarde o quizá más temprano, pero no me daban las ganas de ver la hora en mi celular porque simplemente me daba flojera y la estaba pasando bien. Para el otro día no había clases ni tampoco habían ya más pruebas. “¡Que se mueran los profes!”, exclamó mi amigo a la izquierda, dedicándoles aquellas palabras a los profesores que nos habían hecho la vida imposible con sus pruebas.

“Jodida estupidez”, pensé por cierto, sabiendo que nosotros estábamos estudiando pedagogía y que lo más probable era que en unos años más otros pendejos como nosotros brindarían deseando nuestras muertes.

--Somos el medio futuro –susurré con negra ironía, pensando en que unos alcohólicos como nosotros iban a impartir clases en unos años más, iban a enseñarles cosas a niños, niños que serían el futuro de Chile. ¡El futuro de Chile! Por Dios, estábamos equivocados. “Nosotros somos y seremos el futuro de Chile”.

--¡Salud! –dije con alegría y emoción, alzando mi vaso plástico--. ¡Porque somos el futuro de Chile! –cuatro vasos más se alzaron junto al mío, como si hubiera entonado la famosa arenga de Arturo Prat antes de morir heroicamente el 18 de septiembre... ¿o fue el 18 de marzo?... a quién chucha le importa, igual le ganamos a Argentina ese partido.
Personas iban y venían. Vasos se llenaban y se vaciaban. Botellas se iban y llegaban. Mi amigo rubio fue el primero en irse. Estaba bien. Vivía lejos, a la cresta del mundo.

“Adiós, nos vemos pasado mañana”.

Éramos cuatro y la cosa no paraba.

Éramos tres y la cosa ardía, ardía como un infierno en mis entrañas, un infierno de alcohol, una fiesta para mis neuronas...

Y éramos tres cuando apareció ella... y fue una suerte que apareciera con una amiga. Era hermosa: pequeña, delgada como me gustan, y vestía descuidada, de negro, como si fuera un varón, pero caminaba con aquél vaivén que me gusta de las mujeres, moviendo sus caderas y trasero. Hice un ademán con la mano para que se acercaran a la mesa. Mi amiga, que iba en el mismo año y en la misma carrera que nosotros, se acercó y nos presentó a su acompañante. Cordialmente le ofrecí a esta última el puesto que mi amigo rubio había dejado vacío a mi derecha, dando gracias a que nadie había quitado su silla del lugar donde la había dejado.

Aún quedaba dinero, ganas de carretear y neuronas por matar, así que salieron más cervezas. Era más o menos tarde (mi mamá insistía con sus llamadas que no contestaba), y el ruido aumentaba y aumentaba a tal punto que teníamos que cernirnos sobre el centro de la mesa para poder hablar y escucharnos. Yo al menos, no entendía mucho; y lo que entendí, fue que mis compañeros de carrera estaban charlando sobre las pruebas, exámenes, notas y toda aquella clase de mierda que no quería escuchar más por un buen tiempo. Así que opté por ver qué hablaba mi temerosa nueva compañera a mi derecha.
Tenía un bonito nombre, una bonita cara, unos bonitos ojos, unos bonitos labios que brillaban con la cerveza. Era entretenida y simpática, interesante, no la clase de minas que entablan una conversación basada en pregunta-respuesta. No era una típica weona linda.

Al ver los parches de bandas de rock en su mochila, hablamos de música; ella al ver que movía mis dedos como si tocara un instrumento musical invisible, le conté que tocaba en una banda; al ver que ella se estaba embriagando, decidí abrazarla... en buena onda, claro está.

Parecía otro mundo estar con ella, algo ni siquiera parecido al lugar donde cada vez que tenía una pena, o que cada vez que tenía una alegría, o que cada vez que un amigo tenía una pena, o que cada vez que un amigo tenía una alegría (en realidad siempre) iba.
Y se lo dije. No obstante, cuando me explayaba, no aguanté más las vibraciones que emitía mi celular cerca de mis hermosos testículos.

Era mi mamá.

“!¿Qué wea querrá?!”.

--!Aló! --dije en seco.

--¡Oye, ¿dónde chucha estay?!” –respondió mi querida madre, haciendo uso de su hermoso léxico.

--¡Por ahí!

--¡Estay tomando de nuevo, te caché!

--¡Estay loca, mamá!

--¡Te vay a morir con esa vida! ¡El copete te va a matar!

--¡No mamá, voy a llegar en menos de una hora! –juré, sabiendo que era la mentira más falsa de todas. La niña al lado mío sonrío por lo que dije, prestando atención a todo lo que decía, sabiendo que me quedaría por ella.

--¡Vuelve al tiro! –cortó mi mamá, enojada y preocupada...

No sé por qué se enojaba tanto, si siempre llegaba a mi casa, no importaba en qué estado estuviese. Siempre llegaba.

--Eres chistoso –me dijo la niña risueña al mi lado.

--Soy así para que te rías, porque así te vez hermosa –piropee... y por cierto, una mierda de piropeo; más encima, lo dije como la callampa, todo rasca, ordinario, ebrio. Fue como si hubiese mandado un mensaje de texto con la palabra “PIROPO” al 300 300 para tratar de seducir a esta mina, una wea totalmente picante.

Y así, no bastó mucho alcohol para que se me llenara la vejiga una vez más y tuviera que ir al baño golpeando sillas de otros curagüillas y tambaleándome como si en ese momento la tierra temblara en un grado muy alto en la escala más cuática de todas. Oriné por casi un minuto y me lavé las manos. Sin embargo, al salir de ahí, me llevé una sorpresa al ver a mi nueva amiguita afuera, esperándome con los ojos medio perdidos producto del alcohol, sonriente como siempre.

Fue como si un imán por el lado negativo se atrajera con el lado positivo de otro imán: nos besamos y nos corrimos mano (un espectáculo para quienes circulaban cerca nuestro). No me importó el hecho de estar pololeando, ni que cerca anduvieran amigos de mi polola, ni que todos nos vieran: por ese momento, me importó sólo lo que estaba haciendo.
No sé cómo sucedió que fuimos a nuestra mesa, tomamos nuestras mochilas, nos despedimos de todos (sin responder a los “!no se vayan, no sean fomes!” de nuestros amigos) y nos largamos. Fue todo muy rápido. Debe haber sido así por la propuesta que me hizo ella:

--Vamos a mi casa –me dijo al oído entre besos--. Estoy sola hasta mañana por la tarde.

Creo que no dudé en aceptar su proposición indecente por la velocidad en que sucedió todo.

Recuerdo que ella me llevaba por las calles, nos subimos a una micro, y en menos de diez minutos (según mi percepción) estábamos afuera de su casa, abriendo la puerta cerrada con llave.

Subimos los peldaños de la escalera (una “mata-curados” como le digo yo a las escaleras de caracol) para llegar a su habitación. Más rápido que todo lo anterior, fue el hecho de sacarnos nuestras ropas y dejarlas esparcidas por todo el cuarto. De un momento a otro, ella estaba bailando desnuda arriba mío, exhalando aire por la boca, pronunciando cosas que no entendía, gritando que quería más (“¿más qué?”, me preguntaba). Hasta que me di cuenta de lo que hacía. Ahí quise dejar bien parado mi nombre: utilicé todos los conocimientos que aprendí de las películas porno que había visto, cosas que con minas anteriores habían dado muy buenos resultados. Me acuerdo que utilizamos hasta el velador para nuestros propósitos; recorrimos la casa entera en busca de nuevas emociones, de nuevas experiencias. Y le di gracias al alcohol que recorría aún por mis venas por hacerme durar tanto: no sé cuántas horas fueron, pero pareció eterno.

Fue hermoso, maravilloso.

Parecerá un cliché, pero ella se puso a fumar tendida en su cama después de terminar, agotada. Y yo la imité, haciendo algo que nunca antes había hecho y que encontraba estúpido, pero había que darle un toque más peliculezco al momento, como si fuera una versión mula de la película “En la cama” de Matías Bize, porque nos acabábamos de conocer, no sabía si ella estaba comprometida con alguien o si tenía alguna enfermedad venérea que pudiera hacer caer mi lindo pene a pedazos. No sabía nada de ella, salvo su hermoso nombre y un par de otras cosas más... Bueno, lo demás, ¿a quién chucha le importa?
Aprovechando la sensación de calma que se cernía sobre nosotros, decidimos comenzar a hacernos preguntas. Y así fuimos descubriendo más cosas uno del otro. En eso, una vez más interrumpe mi mamá con sus llamadas por celular.

--¡Maldito aparato de mierda! ¡Quién lo habrá creado! –exclamé y esperé a que mi mamá se rindiera a que le contestara. Y así fue. Tenía como chorrocientas llamadas perdidas de ella y de mi polola. Y también vi que eran las una y media de la noche.

--¡Las una y media de la noche! ¡Mierda!

No sé por qué me entró una desesperación en el cuerpo, sabiendo que al otro día no tenía clases ni nada... no sé por qué... igual era tarde.

--Quédate acá conmigo –me dijo la niña con tranquilidad--. Así podríamos hacer más de las nuestras –en sus ojos pude ver un destello de perspicacia que me dio algo de miedo.

Por un breve instante lo dudé: no sabía si quedarme con ella o partir a mi casa antes de que el castigo que me iban a dar durara mucho más que el tiempo que ya sabía que duraría. Pero no: fui más fuerte.

--No, no puedo quedarme: tengo que llegar a mi casa –casi ni creía las palabras que salían por mi boca: estaba desperdiciando una mujer por llegar a mi hogar...

Acepto que fui un estúpido.

Y seguí replicando negativamente mientras me vestía, mientras meaba en el baño, mientras bajaba las escaleras, mientras salía de la casa. Le di un beso a la niña en el umbral de la puerta de entrada y me largué caminando bajo una desolada y fría noche. Y caminé y caminé, y cuando ya había caminado una cuadra más o menos, me percaté de que no conocía bien (o mejor dicho, no conocía nada) el lugar donde estaba. Estaba perdido. Y al seguir dando pasos, me di cuenta de que el barrio donde me había metido no era uno de los mejores: habían grafitis por todos lados, dibujos obscenos de aparatos reproductores masculinos con bellas dedicaciones, algún que otro flaite en alguna que otra esquina y un par de animitas con velas encendidas. Un bellísimo escenario.

Y así fue cómo empezó lo peor. Me dieron ganas de orinar nuevamente a los minutos después de haber salido de la casa, y como no había ningún baño cerca, tuve que recurrir a lo que siempre hacía en casos como estos: dejar mi huella en la pared más cercana y oscura. Otro error más a mi marcador de errores de ese día. Mientras me relajaba un poco al soltar todo el líquido que tenía dentro mío, sentí cómo algo puntiagudo me pinchó la espalda. A lo único que atiné fue a levantar mis manos y dejar que la orina saliera sola, mojando mis zapatillas Converse que tanto me gustaban.

--Pasa las moneas –me habló el portador de la cuchilla detrás de mí, con voz desagradable, usando su léxico coa. Yo creo que tragué saliva en ese momento. Sabía que había venido a parar al nido de los robos. “Esto me pasa por caliente”, me dije.

--Tranquilo, socio. No tengo nada.

--¡Ya weón, pasa toas las moneas! –el tipo creo que se estaba exaltando un poquito. La cuchilla se enterró un poco más en mi ropa; la sentía hundirse en la piel de mi espalda.

--Tranquilo socio, tranquilo –tenía que pensar en algo rápido para poder escaparme del estúpido que me tenía atrapado.

Pensé en lo que tenía que hacer para salir de esta situación y se me ocurrió la respuesta que tendría cualquier protagonista de una película de acción al más puro estilo Steven Seagal o Chuck Norris; no obstante, debía ser muy cuidadoso, cualquier movimiento en falso, el weón me rajaba y hasta ahí no más hubiera llegado mi vida. “Todavía tengo que ser famoso”, pensé con la idea de que no me podía permitir morir en ese lugar, menos ser humillado por un tipo que tenía menos educación que yo, que hablaba como las pelotas y que tenía un aliento de puta madre. No, no me podía permitir eso. Pensé en mi cadáver siendo mostrado en las noticias del día siguiente con un título más o menos humillante: “Joven encontrado muerto. Al parecer no quería entregar las moneas”. ¿Qué hubiera pensado mi madre, mi padre, mi hermana pequeña de mí, del pobre jovencito que fue encontrado muerto porque no le quería dar plata a un asaltante...? No, no me podía permitir eso. Entonces me puse firme y con todas mis fuerzas que me quedaban, mandé una patada hacia atrás, directa a los testículos de mi adversario, un golpe bajo y anti-ético, pero que sin duda alguna, serviría.

De hecho, así fue.

El flaite mandó un grito de esos estruendosos y me soltó. Todo fue tan rápido que no recuerdo a ciencia cierta cómo fue que pasó todo. Lo único que recuerdo fue que al soltarme, salí disparado hacia el primer pasaje que encontré con toda mi vienesa colgando entre mis piernas. No conocía bien el lugar y lo más probable era que me perdería entre pasaje y pasaje y que el compadre me alcanzaría en unos cuantos minutos, o mejor dicho, en unos cuantos segundos. Por eso debía encontrar un lugar para esconderme, porque debido a ser un curagüilla y pasar muchas horas sentado bebiendo cerveza en pubs de mala muerte, mi condición física no era la más óptima para correr largas distancias, menos en una situación como ésta.

Lo primero que vi, fue que a mi izquierda había una suerte de pequeño barranco en donde no se veía nada, pero no parecía muy profundo por las sombras recortadas de unos árboles que se divisaban no muy a lo lejos. Cerré la cremallera de mi pantalón y traté de bajar por el barranco casi a ciegas.

Pero al dar un apurado primer paso en el barranco, me di cuenta de que mis cálculos estaban muy lejos de estar correctos: resultó ser que la wea era mucho más grande de lo que pensaba: era una especie de oscura ladera empinada llena de maleza. Y por dar apurado el primer paso, pisé una piedra media suelta y me caí de hocico al hoyo. No sé cuántas veces me habré golpeado con las piedras que habían en el costado del barranco antes de llegar al fondo. Sentí cómo mi cabeza daba vueltas y cómo la oscuridad se cerraba en mí. Con pocas fuerzas me levanté y me tambaleé. Debía seguir huyendo. Me sentí perseguido. Lo más probable era que el flaite tratara de cobrar una justa venganza por el brutal golpe que le di a sus genitales, por todos los espermatozoides que le había matado, por sus hijos que quizá saldrían fallados; y lo más probable, también, era que, como conocía el lugar al revés y al derecho (eso era obvio), supiera cómo bajar el barranco sin necesidad de hacerse mierda y quedar hecho bolsa abajo.

Por eso opté por seguir adelante y buscar algún escondite y después ver cómo chucha salía de donde estaba.

A mí alrededor sólo se veía maleza y pasto que me llegaba hasta el pecho. Pensé en todos los bichos y arañas que podían haber en aquel lugar y el miedo en mí se acrecentó aún más. Miré el pasto y decidí que tenía que hacerlo rápido, sino tal vez quién sabe qué bichos se me hubieran subido por la chaqueta y me hubieran picado la cara, mis brazos o mi cuello (lo acepto: era bien marica en cuanto a ese aspecto).

Corrí atravesando el largo y pegajoso pasto que ralentizaba mis movimientos. Corrí como un demente a quien le quieren dar caza. Corrí un poco más y... ¡Sorpresa! Mis pies dejaron de tocar tierra firme de un de repente; volví a caer de hocico, pero esta vez en algo totalmente horroroso y espeluznante: caí en un pozo lleno de agua estancada, agua sucia, agua llena de mierda.

Quedé empapado entero, congelado hasta los huesos. Me levanté humillado, con todo el cuerpo sucio, ya sin fuerzas: el haber tenido sexo con aquella mujer me había dejado sin nada de energías. Y para qué decir del efecto tardío de las cervezas que había tomado por la tarde...

El agua me llegaba hasta un poco más arriba del ombligo y me dio nauseas el sentir flotar cerca de mis manos una gran cantidad de basura, al parecer envoltorios de productos como helados, papas fritas o quizá condones y pañales cagados.

La desesperación, el miedo y la frustración ya habían llegado a su punto máximo. No podía creer que hace algunas horas atrás estaba celebrando el fin de semestre universitario bebiendo cerveza como enfermo de la cabeza y después estaba cachando con alguien que había acabado de conocer.

“Debería haberme quedado con ella”, pensé en voz alta, con rabia, y maldije a mi mamá por sus putas llamadas perdidas y el puto castigo que me iba a dar si es que no llegaba a la casa... un castigo no mucho peor que lo que ya estaba viviendo en ese momento, por cierto. “!Me hubiera quedado mejor con la mina en su casa pasándola la raja toda la noche y ser castigado por meses en vez de sacarme la chucha en un barranco, llegar ensangrentado, mojado y humillado a mi casa, además de recibir un lindo castigo y una gran patada en el poto por parte de mi madre!”, grité arrepentido, al borde de las lágrimas.

Me sentí tan derrotado y solo, que tuve hasta ganas de, simplemente, quedarme ahí, en ese pozo lleno de mierda y rodeado de pasto y vegetación asquerosa hasta que amaneciera, hasta que todo fuera más claro y pudiera ver bien dónde estaba... Sin embargo, no me podía quedar ahí parado entre condones usados y toallas higiénicas ensangrentadas.
No, no podía...

Escudriñé la dirección hacia la que me dirigía en un principio y vi que para salir por ahí no era tan difícil como en los otros lados del pozo (aunque en realidad parecían todos iguales, pero era mejor creerlo así). Me dirigí hacia allá con los pies pesados por el agua y traté de arrancar el pasto que sobresalía de la tierra que estaba un poco más arriba de mi cabeza. Parecía firme. Sabía que tenía que usarlo para darme impulso y salir de ahí como si fuera un alpinista subiendo una montaña con ganchos, fierros y esa clase de payasadas que usan ellos. Y así lo hice: me afirmé del pasto y puse un pie sobre lo que parecía la tierra firme de ese costado del pozo. Todo iba bien hasta que levanté mi otro pie para ponerlo un poco más arriba que el primero haciendo que todo el peso se fuera hacia mis brazos y...

¡Zas!

Al final de cuentas, el pasto no era tan resistente como creía, porque se rompió y yo caí de espaldas al agua. Lo único malo fue que, en esta ocasión, por desgracia, mi cabeza cayó encima de una piedra al fondo del pozo, piedra que rompió mi cabeza y me dejó inconsciente, ahogándome en aquella agua inmunda.

Y así fue cómo perdí mi preciada vida…


Mi cadáver lo encontró un hombre que trabajaba la tierra por esos lugares, porque resulta que dónde morí, se encontraba la parcela de una familia de ancianos.

La foto de mi cadáver salió en un par de titulares de la región, rezando que un pobre joven ebrio había sido encontrado muerto en una fosa donde una familia de ancianos y gente cercana arrojaba todos sus desechos, y con esa noticia, adjuntaban unos artículos en que psicólogos analizaban el por qué esta generación de jóvenes era tan borracha y reventada; al menos con mi muerte logré algo de fama y jaleo dentro de la sociedad: lo que siempre quise, aunque todo eso durara menos que lo que dura el olor de un peo en desaparecer en un sitio abierto.

Mi madre, media loca por mi bizarra muerte, guardó aquellos diarios en que aparecía para mostrárselos a las personas que fueran a visitarla a la casa, diciendo que yo había llegado a cumplir mi sueño de ser famoso.

Pobre de mi madre...

Pero aún después de todo, no es tan malo estar muerto.

Obviamente, por mis malos actos, tuve que quedarme weando un rato acá en la tierra para pagar y enmendar mis putos errores (como tener sexo antes del matrimonio y haberle sido infiel a mi polola), pero en vez de dedicarme a eso, me he quedado haciendo travesuras aprovechando de que soy invisible, de que puedo atravesar paredes y un sin fin de cosas más. Por ejemplo, ahora puedo ir a la casa de chiquillas bonitas y espiarlas mientras duermen, mientras se duchan, mientras se cambian ropa. Ahora sé las mierdas sin contenido que hablan entre ellas cuando están solas. Puedo ir al cine sin pagar entrada y tener la posición más cómoda para ver las películas. Me he podido vengar, también, de gente de mierda como el ladrón que intentó cogotiarme antes de morir (es muy gracioso ir a jalarle los pies mientras duerme y ver su cara de miedo al darse cuenta de que no hay nadie jugándole una broma). Lo único malo de todo esto, es que no puedo disfrutar de los placeres terrenales de la comida, del sexo y, lo más importante de todo, del alcohol, puesto que como todo buen fantasma, no tengo un cuerpo físico con el que pueda hacer todo eso (sin embargo, para ser sincero, esas necesidades para un fantasma no son de mucha importancia). Tampoco me alcancé a despedir de mis amigos... aunque sí puedo visitarlos y manifestarme rompiéndole cosas y perturbándolos en los momentos más importantes de sus vidas.

Creo que me quedaré en este estado por un buen tiempo más, al menos hasta que uno de mis amigos se muera y venga a hacerme compañía, o hasta que me cansé de llevar esta nueva vida llena de entretenciones.

Si hubiera sabido que estar muerto era así, lo más probable es que me hubiera suicidado a los cinco años de edad intoxicándome con un trozo de plasticina o con una sobredosis de Panadol mezclada con Aspirina y otros fármacos que tomaba mamá.

...Y pensar que todo comenzó con una celebración de fin de semestre universitario... la volaíta, ¿no?

Una cosa de todos los días

Para Luchín, el mejor amigo

de mi amigo.

Era fácil. Lo había hecho un montón de veces antes: llegar a mi casa me era una proeza fácil de cumplir; hasta lo había hecho en peores estados que en el que estaba. No me preocuparon las llamadas desesperadas de mi madre ni me preocupó tampoco el hecho de que esa tertulia en el pub no tenía ni la más remota pinta de querer terminar temprano. En mucho menos de una hora bebimos (mis cuatro amigos y yo) ocho cervezas o más, algo exagerado quizá, pero eran los últimos días de clases después de un arduo semestre universitario y había que festejarlo. Además, nuestras mentes buscaban olvidar todo lo aprendido a lo largo de él.

El pub de mala muerte se seguía llenando de gente, humo y ruidos, mientras que nuestros estómagos se seguían llenando de alcohol, nuestros hígados continuaban destruyéndose y nuestros ojos se llenaban de imágenes borrosas.

“Esto está perdiendo el control”, pensé al pedir dos pitcher más. Vaso vacío, corazón triste. “¿Era así el refrán?”. Vaso lleno, corazón contento. “Sí, así era”.

Y pasaban horas y horas.

Afuera, en el mundo real, donde habría sido visto como el típico joven borracho y perdido, se estaba volviendo oscuro: debían de ser las ocho de la tarde o quizá más temprano, pero no me daban las ganas de ver la hora en mi celular porque simplemente me daba flojera y la estaba pasando bien. Para el otro día no había clases ni tampoco habían ya más pruebas. “¡Que se mueran los profes!”, exclamó mi amigo a la izquierda, dedicándoles aquellas palabras a los profesores que nos habían hecho la vida imposible con sus pruebas.

“Jodida estupidez”, pensé por cierto, sabiendo que nosotros estábamos estudiando pedagogía y que lo más probable era que en unos años más otros pendejos como nosotros brindarían deseando nuestras muertes.

--Somos el medio futuro –susurré con negra ironía, pensando en que unos alcohólicos como nosotros iban a impartir clases en unos años más, iban a enseñarles cosas a niños, niños que serían el futuro de Chile. ¡El futuro de Chile! Por Dios, estábamos equivocados. “Nosotros somos y seremos el futuro de Chile”.

--¡Salud! –dije con alegría y emoción, alzando mi vaso plástico--. ¡Porque somos el futuro de Chile! –cuatro vasos más se alzaron junto al mío, como si hubiera entonado la famosa arenga de Arturo Prat antes de morir heroicamente el 18 de septiembre... ¿o fue el 18 de marzo?... a quién chucha le importa, igual le ganamos a Argentina ese partido.
Personas iban y venían. Vasos se llenaban y se vaciaban. Botellas se iban y llegaban. Mi amigo rubio fue el primero en irse. Estaba bien. Vivía lejos, a la cresta del mundo.

“Adiós, nos vemos pasado mañana”.

Éramos cuatro y la cosa no paraba.

Éramos tres y la cosa ardía, ardía como un infierno en mis entrañas, un infierno de alcohol, una fiesta para mis neuronas...

Y éramos tres cuando apareció ella... y fue una suerte que apareciera con una amiga. Era hermosa: pequeña, delgada como me gustan, y vestía descuidada, de negro, como si fuera un varón, pero caminaba con aquél vaivén que me gusta de las mujeres, moviendo sus caderas y trasero. Hice un ademán con la mano para que se acercaran a la mesa. Mi amiga, que iba en el mismo año y en la misma carrera que nosotros, se acercó y nos presentó a su acompañante. Cordialmente le ofrecí a esta última el puesto que mi amigo rubio había dejado vacío a mi derecha, dando gracias a que nadie había quitado su silla del lugar donde la había dejado.

Aún quedaba dinero, ganas de carretear y neuronas por matar, así que salieron más cervezas. Era más o menos tarde (mi mamá insistía con sus llamadas que no contestaba), y el ruido aumentaba y aumentaba a tal punto que teníamos que cernirnos sobre el centro de la mesa para poder hablar y escucharnos. Yo al menos, no entendía mucho; y lo que entendí, fue que mis compañeros de carrera estaban charlando sobre las pruebas, exámenes, notas y toda aquella clase de mierda que no quería escuchar más por un buen tiempo. Así que opté por ver qué hablaba mi temerosa nueva compañera a mi derecha.
Tenía un bonito nombre, una bonita cara, unos bonitos ojos, unos bonitos labios que brillaban con la cerveza. Era entretenida y simpática, interesante, no la clase de minas que entablan una conversación basada en pregunta-respuesta. No era una típica weona linda.

Al ver los parches de bandas de rock en su mochila, hablamos de música; ella al ver que movía mis dedos como si tocara un instrumento musical invisible, le conté que tocaba en una banda; al ver que ella se estaba embriagando, decidí abrazarla... en buena onda, claro está.

Parecía otro mundo estar con ella, algo ni siquiera parecido al lugar donde cada vez que tenía una pena, o que cada vez que tenía una alegría, o que cada vez que un amigo tenía una pena, o que cada vez que un amigo tenía una alegría (en realidad siempre) iba.
Y se lo dije. No obstante, cuando me explayaba, no aguanté más las vibraciones que emitía mi celular cerca de mis hermosos testículos.

Era mi mamá.

“!¿Qué wea querrá?!”.

--!Aló! --dije en seco.

--¡Oye, ¿dónde chucha estay?!” –respondió mi querida madre, haciendo uso de su hermoso léxico.

--¡Por ahí!

--¡Estay tomando de nuevo, te caché!

--¡Estay loca, mamá!

--¡Te vay a morir con esa vida! ¡El copete te va a matar!

--¡No mamá, voy a llegar en menos de una hora! –juré, sabiendo que era la mentira más falsa de todas. La niña al lado mío sonrío por lo que dije, prestando atención a todo lo que decía, sabiendo que me quedaría por ella.

--¡Vuelve al tiro! –cortó mi mamá, enojada y preocupada...

No sé por qué se enojaba tanto, si siempre llegaba a mi casa, no importaba en qué estado estuviese. Siempre llegaba.

--Eres chistoso –me dijo la niña risueña al mi lado.

--Soy así para que te rías, porque así te vez hermosa –piropee... y por cierto, una mierda de piropeo; más encima, lo dije como la callampa, todo rasca, ordinario, ebrio. Fue como si hubiese mandado un mensaje de texto con la palabra “PIROPO” al 300 300 para tratar de seducir a esta mina, una wea totalmente picante.

Y así, no bastó mucho alcohol para que se me llenara la vejiga una vez más y tuviera que ir al baño golpeando sillas de otros curagüillas y tambaleándome como si en ese momento la tierra temblara en un grado muy alto en la escala más cuática de todas. Oriné por casi un minuto y me lavé las manos. Sin embargo, al salir de ahí, me llevé una sorpresa al ver a mi nueva amiguita afuera, esperándome con los ojos medio perdidos producto del alcohol, sonriente como siempre.

Fue como si un imán por el lado negativo se atrajera con el lado positivo de otro imán: nos besamos y nos corrimos mano (un espectáculo para quienes circulaban cerca nuestro). No me importó el hecho de estar pololeando, ni que cerca anduvieran amigos de mi polola, ni que todos nos vieran: por ese momento, me importó sólo lo que estaba haciendo.
No sé cómo sucedió que fuimos a nuestra mesa, tomamos nuestras mochilas, nos despedimos de todos (sin responder a los “!no se vayan, no sean fomes!” de nuestros amigos) y nos largamos. Fue todo muy rápido. Debe haber sido así por la propuesta que me hizo ella:

--Vamos a mi casa –me dijo al oído entre besos--. Estoy sola hasta mañana por la tarde.

Creo que no dudé en aceptar su proposición indecente por la velocidad en que sucedió todo.

Recuerdo que ella me llevaba por las calles, nos subimos a una micro, y en menos de diez minutos (según mi percepción) estábamos afuera de su casa, abriendo la puerta cerrada con llave.

Subimos los peldaños de la escalera (una “mata-curados” como le digo yo a las escaleras de caracol) para llegar a su habitación. Más rápido que todo lo anterior, fue el hecho de sacarnos nuestras ropas y dejarlas esparcidas por todo el cuarto. De un momento a otro, ella estaba bailando desnuda arriba mío, exhalando aire por la boca, pronunciando cosas que no entendía, gritando que quería más (“¿más qué?”, me preguntaba). Hasta que me di cuenta de lo que hacía. Ahí quise dejar bien parado mi nombre: utilicé todos los conocimientos que aprendí de las películas porno que había visto, cosas que con minas anteriores habían dado muy buenos resultados. Me acuerdo que utilizamos hasta el velador para nuestros propósitos; recorrimos la casa entera en busca de nuevas emociones, de nuevas experiencias. Y le di gracias al alcohol que recorría aún por mis venas por hacerme durar tanto: no sé cuántas horas fueron, pero pareció eterno.

Fue hermoso, maravilloso.

Parecerá un cliché, pero ella se puso a fumar tendida en su cama después de terminar, agotada. Y yo la imité, haciendo algo que nunca antes había hecho y que encontraba estúpido, pero había que darle un toque más peliculezco al momento, como si fuera una versión mula de la película “En la cama” de Matías Bize, porque nos acabábamos de conocer, no sabía si ella estaba comprometida con alguien o si tenía alguna enfermedad venérea que pudiera hacer caer mi lindo pene a pedazos. No sabía nada de ella, salvo su hermoso nombre y un par de otras cosas más... Bueno, lo demás, ¿a quién chucha le importa?
Aprovechando la sensación de calma que se cernía sobre nosotros, decidimos comenzar a hacernos preguntas. Y así fuimos descubriendo más cosas uno del otro. En eso, una vez más interrumpe mi mamá con sus llamadas por celular.

--¡Maldito aparato de mierda! ¡Quién lo habrá creado! –exclamé y esperé a que mi mamá se rindiera a que le contestara. Y así fue. Tenía como chorrocientas llamadas perdidas de ella y de mi polola. Y también vi que eran las una y media de la noche.

--¡Las una y media de la noche! ¡Mierda!

No sé por qué me entró una desesperación en el cuerpo, sabiendo que al otro día no tenía clases ni nada... no sé por qué... igual era tarde.

--Quédate acá conmigo –me dijo la niña con tranquilidad--. Así podríamos hacer más de las nuestras –en sus ojos pude ver un destello de perspicacia que me dio algo de miedo.

Por un breve instante lo dudé: no sabía si quedarme con ella o partir a mi casa antes de que el castigo que me iban a dar durara mucho más que el tiempo que ya sabía que duraría. Pero no: fui más fuerte.

--No, no puedo quedarme: tengo que llegar a mi casa –casi ni creía las palabras que salían por mi boca: estaba desperdiciando una mujer por llegar a mi hogar...

Acepto que fui un estúpido.

Y seguí replicando negativamente mientras me vestía, mientras meaba en el baño, mientras bajaba las escaleras, mientras salía de la casa. Le di un beso a la niña en el umbral de la puerta de entrada y me largué caminando bajo una desolada y fría noche. Y caminé y caminé, y cuando ya había caminado una cuadra más o menos, me percaté de que no conocía bien (o mejor dicho, no conocía nada) el lugar donde estaba. Estaba perdido. Y al seguir dando pasos, me di cuenta de que el barrio donde me había metido no era uno de los mejores: habían grafitis por todos lados, dibujos obscenos de aparatos reproductores masculinos con bellas dedicaciones, algún que otro flaite en alguna que otra esquina y un par de animitas con velas encendidas. Un bellísimo escenario.

Y así fue cómo empezó lo peor. Me dieron ganas de orinar nuevamente a los minutos después de haber salido de la casa, y como no había ningún baño cerca, tuve que recurrir a lo que siempre hacía en casos como estos: dejar mi huella en la pared más cercana y oscura. Otro error más a mi marcador de errores de ese día. Mientras me relajaba un poco al soltar todo el líquido que tenía dentro mío, sentí cómo algo puntiagudo me pinchó la espalda. A lo único que atiné fue a levantar mis manos y dejar que la orina saliera sola, mojando mis zapatillas Converse que tanto me gustaban.

--Pasa las moneas –me habló el portador de la cuchilla detrás de mí, con voz desagradable, usando su léxico coa. Yo creo que tragué saliva en ese momento. Sabía que había venido a parar al nido de los robos. “Esto me pasa por caliente”, me dije.

--Tranquilo, socio. No tengo nada.

--¡Ya weón, pasa toas las moneas! –el tipo creo que se estaba exaltando un poquito. La cuchilla se enterró un poco más en mi ropa; la sentía hundirse en la piel de mi espalda.

--Tranquilo socio, tranquilo –tenía que pensar en algo rápido para poder escaparme del estúpido que me tenía atrapado.

Pensé en lo que tenía que hacer para salir de esta situación y se me ocurrió la respuesta que tendría cualquier protagonista de una película de acción al más puro estilo Steven Seagal o Chuck Norris; no obstante, debía ser muy cuidadoso, cualquier movimiento en falso, el weón me rajaba y hasta ahí no más hubiera llegado mi vida. “Todavía tengo que ser famoso”, pensé con la idea de que no me podía permitir morir en ese lugar, menos ser humillado por un tipo que tenía menos educación que yo, que hablaba como las pelotas y que tenía un aliento de puta madre. No, no me podía permitir eso. Pensé en mi cadáver siendo mostrado en las noticias del día siguiente con un título más o menos humillante: “Joven encontrado muerto. Al parecer no quería entregar las moneas”. ¿Qué hubiera pensado mi madre, mi padre, mi hermana pequeña de mí, del pobre jovencito que fue encontrado muerto porque no le quería dar plata a un asaltante...? No, no me podía permitir eso. Entonces me puse firme y con todas mis fuerzas que me quedaban, mandé una patada hacia atrás, directa a los testículos de mi adversario, un golpe bajo y anti-ético, pero que sin duda alguna, serviría.

De hecho, así fue.

El flaite mandó un grito de esos estruendosos y me soltó. Todo fue tan rápido que no recuerdo a ciencia cierta cómo fue que pasó todo. Lo único que recuerdo fue que al soltarme, salí disparado hacia el primer pasaje que encontré con toda mi vienesa colgando entre mis piernas. No conocía bien el lugar y lo más probable era que me perdería entre pasaje y pasaje y que el compadre me alcanzaría en unos cuantos minutos, o mejor dicho, en unos cuantos segundos. Por eso debía encontrar un lugar para esconderme, porque debido a ser un curagüilla y pasar muchas horas sentado bebiendo cerveza en pubs de mala muerte, mi condición física no era la más óptima para correr largas distancias, menos en una situación como ésta.

Lo primero que vi, fue que a mi izquierda había una suerte de pequeño barranco en donde no se veía nada, pero no parecía muy profundo por las sombras recortadas de unos árboles que se divisaban no muy a lo lejos. Cerré la cremallera de mi pantalón y traté de bajar por el barranco casi a ciegas.

Pero al dar un apurado primer paso en el barranco, me di cuenta de que mis cálculos estaban muy lejos de estar correctos: resultó ser que la wea era mucho más grande de lo que pensaba: era una especie de oscura ladera empinada llena de maleza. Y por dar apurado el primer paso, pisé una piedra media suelta y me caí de hocico al hoyo. No sé cuántas veces me habré golpeado con las piedras que habían en el costado del barranco antes de llegar al fondo. Sentí cómo mi cabeza daba vueltas y cómo la oscuridad se cerraba en mí. Con pocas fuerzas me levanté y me tambaleé. Debía seguir huyendo. Me sentí perseguido. Lo más probable era que el flaite tratara de cobrar una justa venganza por el brutal golpe que le di a sus genitales, por todos los espermatozoides que le había matado, por sus hijos que quizá saldrían fallados; y lo más probable, también, era que, como conocía el lugar al revés y al derecho (eso era obvio), supiera cómo bajar el barranco sin necesidad de hacerse mierda y quedar hecho bolsa abajo.

Por eso opté por seguir adelante y buscar algún escondite y después ver cómo chucha salía de donde estaba.

A mí alrededor sólo se veía maleza y pasto que me llegaba hasta el pecho. Pensé en todos los bichos y arañas que podían haber en aquel lugar y el miedo en mí se acrecentó aún más. Miré el pasto y decidí que tenía que hacerlo rápido, sino tal vez quién sabe qué bichos se me hubieran subido por la chaqueta y me hubieran picado la cara, mis brazos o mi cuello (lo acepto: era bien marica en cuanto a ese aspecto).

Corrí atravesando el largo y pegajoso pasto que ralentizaba mis movimientos. Corrí como un demente a quien le quieren dar caza. Corrí un poco más y... ¡Sorpresa! Mis pies dejaron de tocar tierra firme de un de repente; volví a caer de hocico, pero esta vez en algo totalmente horroroso y espeluznante: caí en un pozo lleno de agua estancada, agua sucia, agua llena de mierda.

Quedé empapado entero, congelado hasta los huesos. Me levanté humillado, con todo el cuerpo sucio, ya sin fuerzas: el haber tenido sexo con aquella mujer me había dejado sin nada de energías. Y para qué decir del efecto tardío de las cervezas que había tomado por la tarde...

El agua me llegaba hasta un poco más arriba del ombligo y me dio nauseas el sentir flotar cerca de mis manos una gran cantidad de basura, al parecer envoltorios de productos como helados, papas fritas o quizá condones y pañales cagados.

La desesperación, el miedo y la frustración ya habían llegado a su punto máximo. No podía creer que hace algunas horas atrás estaba celebrando el fin de semestre universitario bebiendo cerveza como enfermo de la cabeza y después estaba cachando con alguien que había acabado de conocer.

“Debería haberme quedado con ella”, pensé en voz alta, con rabia, y maldije a mi mamá por sus putas llamadas perdidas y el puto castigo que me iba a dar si es que no llegaba a la casa... un castigo no mucho peor que lo que ya estaba viviendo en ese momento, por cierto. “!Me hubiera quedado mejor con la mina en su casa pasándola la raja toda la noche y ser castigado por meses en vez de sacarme la chucha en un barranco, llegar ensangrentado, mojado y humillado a mi casa, además de recibir un lindo castigo y una gran patada en el poto por parte de mi madre!”, grité arrepentido, al borde de las lágrimas.

Me sentí tan derrotado y solo, que tuve hasta ganas de, simplemente, quedarme ahí, en ese pozo lleno de mierda y rodeado de pasto y vegetación asquerosa hasta que amaneciera, hasta que todo fuera más claro y pudiera ver bien dónde estaba... Sin embargo, no me podía quedar ahí parado entre condones usados y toallas higiénicas ensangrentadas.
No, no podía...

Escudriñé la dirección hacia la que me dirigía en un principio y vi que para salir por ahí no era tan difícil como en los otros lados del pozo (aunque en realidad parecían todos iguales, pero era mejor creerlo así). Me dirigí hacia allá con los pies pesados por el agua y traté de arrancar el pasto que sobresalía de la tierra que estaba un poco más arriba de mi cabeza. Parecía firme. Sabía que tenía que usarlo para darme impulso y salir de ahí como si fuera un alpinista subiendo una montaña con ganchos, fierros y esa clase de payasadas que usan ellos. Y así lo hice: me afirmé del pasto y puse un pie sobre lo que parecía la tierra firme de ese costado del pozo. Todo iba bien hasta que levanté mi otro pie para ponerlo un poco más arriba que el primero haciendo que todo el peso se fuera hacia mis brazos y...

¡Zas!

Al final de cuentas, el pasto no era tan resistente como creía, porque se rompió y yo caí de espaldas al agua. Lo único malo fue que, en esta ocasión, por desgracia, mi cabeza cayó encima de una piedra al fondo del pozo, piedra que rompió mi cabeza y me dejó inconsciente, ahogándome en aquella agua inmunda.

Y así fue cómo perdí mi preciada vida…


Mi cadáver lo encontró un hombre que trabajaba la tierra por esos lugares, porque resulta que dónde morí, se encontraba la parcela de una familia de ancianos.

La foto de mi cadáver salió en un par de titulares de la región, rezando que un pobre joven ebrio había sido encontrado muerto en una fosa donde una familia de ancianos y gente cercana arrojaba todos sus desechos, y con esa noticia, adjuntaban unos artículos en que psicólogos analizaban el por qué esta generación de jóvenes era tan borracha y reventada; al menos con mi muerte logré algo de fama y jaleo dentro de la sociedad: lo que siempre quise, aunque todo eso durara menos que lo que dura el olor de un peo en desaparecer en un sitio abierto.

Mi madre, media loca por mi bizarra muerte, guardó aquellos diarios en que aparecía para mostrárselos a las personas que fueran a visitarla a la casa, diciendo que yo había llegado a cumplir mi sueño de ser famoso.

Pobre de mi madre...

Pero aún después de todo, no es tan malo estar muerto.

Obviamente, por mis malos actos, tuve que quedarme weando un rato acá en la tierra para pagar y enmendar mis putos errores (como tener sexo antes del matrimonio y haberle sido infiel a mi polola), pero en vez de dedicarme a eso, me he quedado haciendo travesuras aprovechando de que soy invisible, de que puedo atravesar paredes y un sin fin de cosas más. Por ejemplo, ahora puedo ir a la casa de chiquillas bonitas y espiarlas mientras duermen, mientras se duchan, mientras se cambian ropa. Ahora sé las mierdas sin contenido que hablan entre ellas cuando están solas. Puedo ir al cine sin pagar entrada y tener la posición más cómoda para ver las películas. Me he podido vengar, también, de gente de mierda como el ladrón que intentó cogotiarme antes de morir (es muy gracioso ir a jalarle los pies mientras duerme y ver su cara de miedo al darse cuenta de que no hay nadie jugándole una broma). Lo único malo de todo esto, es que no puedo disfrutar de los placeres terrenales de la comida, del sexo y, lo más importante de todo, del alcohol, puesto que como todo buen fantasma, no tengo un cuerpo físico con el que pueda hacer todo eso (sin embargo, para ser sincero, esas necesidades para un fantasma no son de mucha importancia). Tampoco me alcancé a despedir de mis amigos... aunque sí puedo visitarlos y manifestarme rompiéndole cosas y perturbándolos en los momentos más importantes de sus vidas.

Creo que me quedaré en este estado por un buen tiempo más, al menos hasta que uno de mis amigos se muera y venga a hacerme compañía, o hasta que me cansé de llevar esta nueva vida llena de entretenciones.

Si hubiera sabido que estar muerto era así, lo más probable es que me hubiera suicidado a los cinco años de edad intoxicándome con un trozo de plasticina o con una sobredosis de Panadol mezclada con Aspirina y otros fármacos que tomaba mamá.

...Y pensar que todo comenzó con una celebración de fin de semestre universitario... la volaíta, ¿no?