Déjame

Déjame llevarte alto

para dejarte caer como una piedra,

para que te revientes en el suelo,

estalles en mil pedazos,

para que no quede nada más de ti.

Ahogarte, maniatarte,

torturarte y prenderte fuego,

que no queden cenizas,

ni una huella de tu presencia.

Déjame devorarte y llevarte en mi

como una mala cena en descomposición,

como lo era tu corazón, tus entrañas,

tu deseo, lo que se llevó el viento,

ese sentimiento violado

por una inútil razón,

como lo fui yo,

como lo fuiste tú,

como lo son los demás,

tu desgraciado contexto.

Déjame ser quien te borre para siempre

y te deje escrita en esta eternidad sangrienta

y desarticulada,

callada,

dormida.

Para siempre.

1. Hogar, dulce hogar

Comenzar a vivir en un nuevo hogar no era cosa fácil. Eso, Francisca lo sabía muy bien. Tenías que volver a acostumbrarte a nuevos amigos, a un nuevo colegio, a un nuevo vecindario, a un nuevo clima, a una nueva ciudad. Y lo peor de todo, era tener que empacar y desempacar todas tus pertenencias para volver a acomodarlas en un nuevo sitio.

--¿Por qué tenemos que cambiarnos de casa otra vez? –le preguntó Francisca a su madre mientras tomaban onces, rezongando, aprovechando que su padre aún no llegaba de su trabajo.

--Bueno, pues por las labores que tiene que cumplir tu padre para la empresa en la que trabaja –respondió su madre, luego de sorber un poco de su té verde.

--¿Pero por qué siempre tenemos que hacer esto? Ya estoy cansada de tener que estar echando mis cosas dentro de una caja para después tener que sacarlas y volver a ordenarlas en otro lado. ¡Si nos acabamos de cambiar a ésta casa el año pasado!

--Son cosas que no podemos manejar nosotras –dijo su madre, dejando la taza que sostenía en su mano sobre su respectivo platillo. Se quedó mirando a Francisca--. ¿O acaso quieres ser como uno de esos niños que andan pidiendo en la calle, todos muertos de hambre y frío?

No, claro que no quería. Francisca ya había escuchado en dos ocasiones parecidas el mismo discurso. Sólo le quedó agachar su cabeza y decir:

--No, mamá. No quiero eso.

--Entonces tendrás que acostumbrarte a esta vida. Deberías darte con una piedra en el pecho por todo lo que tienes.

Francisca sintió ganas de llorar. Iba a perder a todos sus amigos del colegio, a sus vecinos, a los profesores que tan bien le caían. Iba a perder todo lo logrado en la ciudad. Pero así era su vida. No había nada qué hacerle.

La niña tomó su tazón de leche, haciendo el gesto de levantarse de la mesa para acabar con ella en su cuarto. Sin embargo, su madre la detuvo poniendo su mano sobre la de ella, con cariño.

--No tienes por qué tomarte todo tan mal, Frannie –le dijo suavemente, ladeando un poco su cabeza--. Tienes que verle el lado positivo a éste cambio. Tu papá me ha dicho que la casa en donde viviremos tendrá un segundo piso, con habitaciones y todo.

--¿En serio? –Francisca se había sorprendido por ése detalle.

--Es en serio –asintió su madre--. Y con tu papá hemos pensado que las dos habitaciones del piso superior pueden ser para ti y para tu hermano.

La chica estuvo apunto de soltar una risotada. Había querido tener un cuarto en el segundo piso desde que tenía seis años, cuando se habían trasladado por primera vez de casa. De eso habían pasado cuatro años casi exactos. Por desgracia, las casas a las cuales se cambiaban, ninguna tenía segunda planta.

--¡Genial! –se alegró la niña, levantando ambos brazos.

--Trata de verle siempre el lado bueno a las cosas, Francisca. No todos los cambios son malos en la vida. Acuérdate de eso.

Y no se iba a olvidar jamás de ésas palabras.

Quien sí parecía no verle el lado bueno al cambio de casa era su hermano mayor, Sebastián. Tenía dieciséis años y estaba recién cursando el segundo medio en el mismo colegio que Francisca. Él, por su lado, iba a perder algo más que sus amigos: iba a perder a su novia. Llevaban apenas dos meses, pero él demostraba quererla la misma cantidad de estrellas que habían en el firmamento. Se le veía ahora más triste que nunca, consciente de que iba a mudarse a una ciudad que quedaba a muchísimos kilómetros de distancia de la suya. Por ende, volver a verse en persona luego de su partida sería algo casi tan imposible como lamerse la punta del codo con su propia lengua.

Pobre Sebastián. Era por ésa razón que pasaba enclaustrado en su habitación escuchando música y con el ánimo por los suelos. Llegaba a casa más tarde de la hora que le correspondía, pero eso sus padres lo entendían casi a la perfección. Debía aprovechar los últimos días con su novia hasta el último segundo posible. Pronto no se verían más.

Francisca se durmió ése mismo día con un extraño sentimiento de alegría mezclado con tristeza. La tristeza, obviamente, era producida porque iba a dejar de ver a sus amigas para siempre. Pero por otro lado, sentía una rara alegría porque por fin iba a poder cumplir su sueño de dormir en una habitación ubicada en la segunda planta de una casa. Seguramente podría acostarse un poco más tarde para ver los tejados de las casas vecinas con la luz apagada, o los astros y sus casi imperceptibles constelaciones. Se imaginaba a sí misma escribiendo en su diario de vida al lado de la ventana, ayudándose sólo de la luz de las estrellas o de los faroles anaranjados para trazar en oraciones todo lo que le había sucedido durante el día o los sentimientos que tenía dentro suyo, encerrados en su pecho.

No pudo evitar sonreír y quedarse dormida casi al instante, sin oír siquiera murmullo alguno de la conversación sostenida entre su hermano y su novia por teléfono, ni el sonido del auto de su padre cuando éste llegó de su trabajo, ni el repiquetear de los servicios y el plato de loza contra la mesa cuando su madre le sirvió la cena a su esposo. Simplemente quedó rendida ante los poderosos brazos de Morfeo sin oponer resistencia.

Obviamente sus amigas se pusieron tristes cuando Francisca les contó acerca de su próximo destino. Era lógico que tal vez nunca más se volvieran a ver y sólo tendrían contacto a través de MSN o Facebook, medios sociales a los cuales todas pertenecían. Le daba pena pensar en ello, pero de cierta manera ya lo tenía asumido como una realidad que tenía que vivir. Era por eso que trataba de no encariñarse mucho con las personas a las que conocía; un pensamiento bastante devastador para ser propio de una niña de tan sólo diez años.

--¿Cuándo te vas? –quiso saber Antonia, una de sus mejores amigas, con los ojos brillosos y la voz algo quebrada.

--Mis padres dicen que al final de mes –fue la respuesta--. Es una cuestión de días.

--¡No puede ser! –se quejó Ximena, llorando de un de repente. Todas sus amigas rodearon a Francisca y la abrazaron, terminando todas por estallar en lágrimas justo minutos antes de entrar a clases, a eso de las ocho de la mañana.

La profesora, al verlas, les dio permiso para que fueran al baño y se lavaran la cara ante las miradas atentas de todos sus demás compañeros.

Y como suele suceder dentro de una institución escolar en donde sólo existe un curso por cada nivel, la noticia de la futura partida de Francisca se transmitió como un virus de resfrío. Fue así cómo pasado tres días de aquél evento, se celebró en la sala de clases una pequeña convivencia para despedir a su compañera. Hubo risas en abundancia, así como también hubo algunas lágrimas que no esperaron mucho por salir. Todo lo que tenía que decirse y hacerse, se hizo para bien.

Sus compañeros le entregaron dibujos y cartas con palabras de aliento y felicidad para que no se olvidara de ellos ni de los agradables momentos que habían vivido juntos. Francisca los guardó todos en su Baúl de Los Recuerdos (denominación que le entregaba a una caja de viejas zapatillas en donde guardaba todo lo que le hacía recordar buenos pasajes de su vida) con aire melancólico, preguntándose (una vez más) cómo sería su nueva vida en otra región, si es que ahí habrían más personas como las que tenía que dejar ahora; y para variar, ése Baúl de Los Recuerdos tuvo que ser guardado dentro de otra caja más grande, una de plástico. Había llegado la hora de empacar. Una verdadera lata, por cierto.

Como siempre, Francisca terminó por encontrar objetos que creía perdidos desde hacía tiempo, alguna que otra araña medio crecida y un acceso casi fulminante de estornudos producidos por la enorme cantidad de polvo que se levantaba de la superficies de muebles sin limpiar desde hacían días. Todo (libros, cuadernos, textos del colegio, guías de ejercicios, muñecas, peluches, pósters y otras cuantas cosas sin mucha importancia para ustedes) cupo en exactas cinco cajas de plástico grande. Su cuarto se veía algo más grande y... claramente, mucho más vacío. Lo único que faltaba por empacar era el televisor, su cama y la mesita de noche en donde reposaban cosas que podía transportar dentro de sus bolsillos. Aquello se iría en la mañana del día siguiente directo al camión de la mudanza, porque de lo contrario, tendría que haber dormido en el suelo.

Inquieta, la niña trató de quedarse dormida de inmediato, apagando la luz de su velador mucho antes que lo normal. Sin embargo, le fue imposible conciliarlo hasta dentro de una hora, más o menos, puesto que con lo nerviosa que estaba, relajarse parecía una proeza difícil de realizar incluso con lo cansada que estaba luego de haber empacado todas sus pertenencias durante la tarde entera.

Al día siguiente se despertó sobresaltada a eso de las siete de la mañana, con la sensación de que si no se apuraba, iba a llegar tarde a clases. No obstante, ése día no tendría por qué ir al colegio; y si hubiera tenido que hacerlo, se habría encontrado a sí misma completamente equivocada, puesto que la hora de ingreso a clases era a las ocho con diez minutos de la mañana.

Fue al baño a mojarse la cara y beber un poco de agua del cuenco formado por sus dos manos. Sus padres, medio adormilados, se paseaban por los pasillos de la que iba a ser, en unas cuantas horas más, su antigua casa. Se vistió con lentitud y fue hasta la cocina para tomar desayuno con sus padres y su hermano, quien tenía una cara de al menos unos tres metros; sus ojos delataban todo lo que había llorado el día anterior por Jessica, su novia. Nadie habló mucho; nadie parecía tener ganas de hacerlo. Era extraño lo mucho que la costumbre del diario vivir podía hacer que quisieras un lugar que habías aborrecido mucho antes de conocerlo.

La casa se veía extrañamente desnuda sin todos los cuadros, figuras y fotos familiares que la decoraban, sin contar que habían removido casi todos los muebles de sus lugares habituales. De cierta manera, ver tu hogar (o lo que pronto sería tu hogar) en aquél estado te hacía sentir un poco mal porque, a pesar de todo, éste te había protegido de duras noches frías, te había mantenido a salvo de copiosas lluvias de mitad de julio y te había visto llorar contra la almohada de tu cama al menos un par de veces.

--Los de la mudanza no deben tardar en llegar –dijo el padre de Francisca, después de haberse echado un último trozo de pan con huevo a su boca--, así que espero se encuentren ya vestidos cuando aparezcan por aquí. Supongo que ya tienen todo listo, ¿no?

Sus hijos asintieron lacónicamente.

--Muy bien.

Y como era de esperar del algo errado sentido de la puntualidad que tienen la mayoría de los habitantes de Chile, los encargados de la mudanza llegaron a la casa con un gigantesco camión frente a ella media hora más tarde de lo acordado. El padre de Francisca prefirió no hacerse mala sangre por aquél detalle y los dejó entrar, llenando una serie de formularios y papeles que su pequeña hija optó por no tratar de entender.

Así fue cómo comenzó el traslado de hogar de los Santibáñez.

Francisca y Sebastián se encargaron ellos mismos de trasladar sus pertenencias hasta el camión de mudanza, temiendo que los trabajadores de aspecto bruto terminaran por romper algo sumamente importante.

--La consola Wii se va con nosotros en el auto, ¿no es cierto, papá? –le preguntó Sebastián a su padre con la caja de su consola de videojuegos entre sus brazos, mirándolo con los ojos brillosos.

--Por supuesto –replicó el aludido--. Dentro del camión puede hacerse polvo con una vuelta muy brusca o algo por el estilo.

--Excelente –sonrió el chico, no muy alegre del todo.

Los trabajadores tardaron cerca de una hora y media en echar todos los muebles y demás cosas dentro del camión, apilándolas y dejándolas de una forma en que cundiera mucho más el espacio en él, demorando unos cuantos minutos más que la última vez que habían hecho el procedimiento hacía un año atrás, más o menos.

Cuando ya los padres de Francisca iban a cerrar por última vez la casa en la que habían vivido, se escuchó el llamar del nombre de la chica. Para su sorpresa, eran sus amigas del colegio, quienes venían corriendo por el otro lado de la calle con cajas envueltas en papel de regalo en cada uno de sus brazos.

--¡Pensábamos que ya se habían ido! –resopló Antonia.

--Estábamos en eso –dijo Francisca.

--Bueno, pero hemos llegado justo a tiempo –dijo Tamara, exhalando aire por su boca descompasadamente--. Lo siento, pero tuve unos percances en casa.

--Eso es lo de menos –sonrió Francisca, sintiendo un nudo en su garganta--. Lo importante es que estén aquí.

--Hola, chicas –saludó el papá de Francisca a sus amigas con un ademán luego de haber cerrado la puerta de la casa con llaves, esbozando una sonrisa.

--Hola, tío –lo saludaron de vuelta las niñas.

Y acto seguido, Ximena, la otra amiga restante, se aclaró la voz para hablar. Se notaba totalmente nerviosa y al borde del llanto.

--Te hemos traído unos presentes para que nos recuerdes allá, adónde te diriges.

Una a una, las amigas de Francisca le hicieron entrega de los regalos que tenían entre sus brazos a ésta.

--Tendrás que abrirlos cuando estés en tu casa nueva –le dijo Tamara, observándola con los ojos lacrimosos--. Tendrás que prometerlo, Pancha.

Francisca quiso saber de inmediato qué venía dentro de cada una de aquellas cajas, pero se reservó aquellas ganas para poder cumplir el trato que debía hacer con sus amigas.

--Lo prometo.

--Dame eso, hija –habló su padre, detrás suyo. Francisca se dio vuelta y se dio cuenta de que su papá extendía sus brazos para que ella le hiciera entrega de todas las cajas que sostenía y así pudiera despedirse de sus amigas una última vez.

Una vez sin nada entre sus brazos, Francisca se abrazó con sus tres amigas, terminando por llorar las cuatro juntas. Ése era el momento más difícil de todos: la despedida; la despedida que significaba un “hasta siempre”, un “jamás nos volveremos a ver”.

--Jura que nunca te vas a olvidar de nosotras –sollozó Antonia, sin soltarse de las demás--. Júralo.

--No, no lo haré jamás –prometió Francisca, apretando sus ojos.

Estuvieron así alrededor de un minuto, que en realidad parecieron una verdadera infinidad. La pequeña Santibáñez pudo sentir todo el cariño que sus amigas le tenían, y eso le dio más pena aún. No podía dejar de llorar.

--Francisca... –susurró su mamá detrás de ella, algo incómoda por tener que arruinar la escena. Pero así siempre tenía que suceder. Así siempre ocurría.

Su hija se fue separando poco a poco de sus amigas y las miró a todas.

--Ustedes han sido las mejores conmigo –les dijo--. Me recibieron cuando llegué aquí y no tenía nada. Me dieron su apoyo y me enseñaron muchas cosas importantes. Espero que estén bien de aquí en adelante. Las estaré llamando de vez en cuando y me contactaré con ustedes por Facebook o MSN –La muchacha se acercó a cada una de sus amigas y les besó en sus mejillas--. Cuídense mucho. Las quiero.

Sus amigas les devolvieron el gesto y vieron cómo Francisca se dirigía a su auto acompañada de sus padres. Antes de subir al vehículo, la última se despidió de ellas con un movimiento de manos y, luego de sentir la suave sacudida emitida por el motor del auto, vio cómo sus amigas iban quedando atrás, agitando sus manos justamente al frente de lo que ya era su antigua casa.

Sus padres no dijeron nada; su hermano menos. Todos iban totalmente alicaídos.

El papá de los hermanos prendió la radio para escuchar justamente cómo Robert Smith de The Cure cantaba que los chicos no debían llorar a pesar de sentirse fatal por dentro. Al menos esa música alegre le hacía olvidar un poco todo lo que estaba dejando atrás, al igual que físicamente lo iban haciendo ahora las muchas de sus antiguas casas vecinas y plazas en que muchos niños pequeños se entretenían (en las cuales, por cierto, ella misma se había entretenido tiempo atrás, le había confidenciado secretos a sus amigas y había jugado a saltar la cuerda con ellas y otras tantas compañeras de curso).

Francisca se vio a sí misma llorando en el reflejo de la ventana del vehículo. “No puedes estar así todo el viaje”, pensó, haciéndose la dura.

Si has llegado a vivir un cambio de casa al menos una vez en tu vida, podrás saber todo lo mal que se sentía por dentro Francisca, como si tuviera un vacío dentro de su pecho. Si es que no lo has vivido nunca, en parte me siento alegre por ti, puesto que nunca has tenido que dejar atrás grandes amistades ni lugares que han significado mucho para ti y que quieres un montón. Es una pena tener que hacerlo a veces, pero para muchos otros, hacer esto es una suerte de encanto, sintiéndose cada vez más llenos de espíritu a medida que van conociendo otros lugares.

“No todos los cambios son malos en la vida”.

Quizá de verdad fuera así, aunque a uno le costara mucho acostumbrarse a otro lugar donde vivir. Podía ser una cosa de predisposición, sólo eso. Nada más que eso.

Francisca pensó en todas las buenas amigas que podía conocer en su nuevo colegio, en todos los posibles buenos vecinos de su nuevo barrio... Uno nunca sabía lo que le deparaba el futuro. Podía ser malo o bueno; o ambos.

La chica se secó las lágrimas de sus ojos y decidió contemplar el terreno verdoso que salía a despedirla para siempre de la ciudad: sendas granjas con vacas y caballos pastando por ahí, árboles que se mecían alrededor de la carretera como si bailaran una inaudible y extraña danza y grandes hectáreas de frondosos bosques resistentes incluso a la fría temporada de invierno que se estaba viviendo en todo el país.

Francisca estaba tan muerta de sueño, cansada y triste, que no le costó mucho quedarse dormida sin siquiera darse cuenta. Sólo se sumió en un sueño sin imágenes, un sueño relajado. No se percató de ello hasta que su padre y su madre la despertaron a las tres horas después, cuando se habían detenido en un restorán a mitad de la carretera para almorzar. Tenía un ligero dolor de cuello por haberse quedado dormida apoyada en el vidrio de su lado y un gustillo amargo en la boca.

--Vamos, dormilona, despierta –le dijo su madre, meciéndola con delicadeza--. A menos que no quieras almorzar.

--No, tengo mucha hambre –respondió la chica, sintiendo cómo su estómago gruñía por un poco de comida--. Sólo me quedé dormida un ratito.

La chica se levantó algo desorientada y siguió a sus padres y a su hermano por un estacionamiento pavimentado hasta entrar al antes mencionado restorán. Todos pidieron un menú de arroz con pollo asado, ensaladas y fruta de postre; ninguno de ellos quería pedir un almuerzo tan contundente como para que un acceso de dolores estomacales les hiciera detener en medio del trayecto hasta su destino, lo cual no sería muy agradable que digamos. Aprovecharon de ir al baño para mojarse la cara y volvieron al auto para seguir con el viaje.

--¿Quieres jugar con mi Game Boy, Frannie? –le preguntó su hermano cuando ya habían transcurrido unos cuantos minutos de iniciada la continuación del trayecto.

--No, gracias –le replicó la chica, sonriéndole amablemente--. En realidad me siento un poco soñolienta.

--Está bien –dijo Sebastián--. Yo ya me aburrí de tanto jugar. Creo que intentaré quedarme dormido igual que tú.

--No es mala idea.

Y siguiendo sus propias palabras, Francisca se acomodó en el asiento esperando pronto quedarse dormida para no tener que pensar en tantas cosas. Ya lo haría en su nuevo hogar, cuando llegara.

Cuando volvió a despertar, ésta vez se encontró con que ya era de noche y estaban a punto de ingresar a una ciudad llena de luces que, a primera vista, se hacían cegadoras. Una punzada de nervios atacó el estómago de la niña, dándose cuenta al fin de que su vida ya no iba a ser la misma de antes. Estaba físicamente ya en otra ciudad, entre otra gente. Ya no había vuelta atrás.

--¿Estamos llegando? –quiso saber Francisca, adormilada.

--Sí –le replicó su padre, mirándola por el espejo retrovisor, esbozando una tímida sonrisa--. Se ve hermosa la ciudad de noche.

--Supongo.

Su hermano seguía durmiendo, roncando fuertemente. Lo más probable era que despertara cuando llegaran a su nuevo hogar.

El vehículo se introdujo por una avenida poco transitada a esa hora de la noche y avanzó por calles totalmente desconocidas para Francisca. A veces ella se sentía bastante sorprendida por la capacidad que su padre tenía para acordarse de direcciones e indicaciones dadas por personas que en realidad sabían darlas. Porque su padre nunca había estado en ésa ciudad. Era un hecho.

Demoraron cerca de treinta minutos en salir del centro de la ciudad y llegar hasta una villa ubicada al este de ésta, al final de la zona poblada de toda la ciudad. Así Francisca pudo comprobar que lo que le había dicho su mamá respecto a su nuevo hogar, era cierto: todas eran de dos pisos y bastante amplias.

Su padre revisó su moderno celular (probablemente leyendo las direcciones e indicaciones dadas por su jefe para llegar hasta su nueva casa) y siguió avanzando lentamente. Las calles se veían tranquilas e iluminadas. Parecía ser un buen barrio.

--Ya estamos cerca –indicó su papá, virando a la derecha para seguir hasta una calle horizontal al final de la que transitaban en ése momento. Más allá no se veía absolutamente nada: estaba tan oscuro como la boca de un lobo. Seguramente había un risco o algo así.

Al llegar a aquélla calle, su papá observó detenidamente el cartel que había en la esquina y giró hacia la izquierda. Sonreía como un niño al cual le acaban de entregar el regalo de Navidad que había deseado durante todo el año. Empezó a aminorar la velocidad, lo que indicaba que ya estaban muy cerca de su nueva casa.

De pronto, el papá de Francisca se estacionó en frente de una casa esquina, la última de toda la fila.

--Listo –anunció él--. Hemos llegado a nuestro nuevo hogar.

Sebastián se despertó notoriamente desorientado y puso cara de sorpresa al ver lo que era el nuevo lugar donde vivirían hasta quién sabía cuándo.

--Guau...

--Es preciosa –dijo Francisca.

--Creo que ya podemos bajarnos –dijo su madre.

Y todos lo hicieron con movimientos lentos, escuchando cómo sonaban algunas de sus vértebras al crujir y sentían pasar algunas hormigas trabajólicas por sus piernas. El clima era un poco más cálido en la nueva región; al menos eso pudo aventurar Francisca en un primer análisis del sitio.

--He aquí nuestra nueva casa –dijo su padre, alzando sus brazos hacia ella. Y sí, era algo enorme--. Y lo más maravilloso de todo, es que creo que tenemos un bosque justamente al frente de nuestra vista –agregó, dando media vuelta. Todos lo imitaron--. Ahora no sé ve porque está un poco oscuro. Pero ahí está. Mañana podrán verlo mejor. Rubén me dijo que era gigantesco. ¿No les parece entretenido?

Sebastián pareció no haberse inmutado mucho por la noticia. Sin embargo su hermana tuvo una extraña sensación al oír aquello. No supo por qué, pero al mirar en dirección al sector oscuro que indicaba su padre, sintió como que de ahí provendrían tanto aventuras buenas como malas.

Cuando se dio vuelta para entrar junto a su familia a su nueva casa, ni siquiera se dio cuenta de que de aquél lugar, justo en ése momento, comenzaba a alzarse una bandada de nerviosos y oscuros pájaros contra el cielo, como si huyeran por sus propias vidas de entre los árboles.

Otro sueño

La cama está contra la pared,

tus piernas cuelgan de la lámpara del techo.

Tu panza chocolatada se mece sobre la mía

en un bullicio interminable.

Te ahogas, vuelves en sí,

te mato, me matas,

me muerdes, me quemas.

Muestras tus filudos dientes

y me llevas al cielo.

Deja de chillar ya,

por favor,

llorando no ganas nada,

sólo pierdes lo último que te queda.

No puedo escapar de tu laberinto infinito.

Me aprietas con tu cola,

me haces daño con tu áspera lengua,

con tu sombra, con tus sueños,

con tus pesadillas.

Hago lo imposible para despertar

de ésta locura.

Lo hago llorando, gritando.

Escucho un último maullido.

Sé que esperas como un gato

agazapado en mi techo.