Prólogo: Duermevela

1



Una de las grandes características de la vida es que tiene la impresionante facilidad para dar vuelcos en ciento ochenta grados; es como si existiera un tornillo medio suelto en el mecanismo que lo rige, un tornillo que siempre estará así y que nunca se va a arreglar por mucho que lo intentemos. Muchas veces actúa para bien, claro, pero por lo general estos vuelcos no traen más que cosas malas y perversas (porque siempre ocurren de forma inesperada, y lo inesperado, al pillarnos desprevenidos, se filtra por la fisura más oculta de nuestra poderosa armadura que utilizamos a diario), disfrazados siempre de actos mundanos y poco valorados: está ahí el reloj que se apagó por un corte de luz nocturno y que impidió que la señora X tomara el bus de siempre durante la mañana, el cual justamente, por esas cosas del destino, chocó minutos después muriendo todos los pasajeros en su interior; o por el contrario, ese objeto que nunca debió estar ahí y que causó una nefasta muerte a alguien que ni siquiera lo quería, como el florero que alguien dejó caer descuidadamente desde el segundo piso de su departamento y terminó matando a alguien que no debería haber nunca transitado por aquella calle.
A veces es una situación. Otras: un evento. Raramente: un objeto.
Pero las probabilidades mandan, siempre, y en esta historia se trata de un objeto; de un test de embarazo, para ser más exactos.



2



Jennifer venía sintiendo desde hacía muchos días extrañas nauseas y una sensación rara y palpitante en el interior de su estómago. Al principio no le dio mucha importancia, aun cuando su periodo no le había llegado cuando debía haberlo hecho (atribuyéndolo al cambio hormonal propio de un cambio de pastillas anticonceptivas dictado por el ginecólogo que la ha tratado durante toda su vida). No se preocupó realmente porque pensaba que su armadura “anti-vuelcos de la vida” no tenía ninguna fisura por la cual todo podía irse al carajo, que todo iba bien y nada podía salir mal. Pero las malas jugadas suceden cuando menos las esperamos.
Todo comenzó una mañana a eso de las seis de la madrugada, casi media hora antes de que tuviera que levantarse para preparar el desayuno a su hija y luego llevarla a su jardín infantil con un peculiar llamado de la naturaleza. Primero sintió que todo le daba vueltas; luego, que iba a echar todo el contenido de su estómago en el interior del frío retrete que la miraba como un enorme risco. Cuando todo se detuvo, se cuestionó si la leche que había bebido antes de dormir, mientras leía, le había caído mal, o si esa extraña comida Hare Krishna que había probado con su mamá durante el almuerzo del día anterior había hecho lo suyo.
Sin embargo, no le faltó pensar mucho para saber que algo iba mal. Los mareos eran cada vez más continuos; los palpitares más frecuentes… palpitares que ya había sentido una vez y que se habían llenado de polvo por el paso de los años en el rincón de los recuerdos de su mente. Fue el vómito (ese repulsivo acto de sacarlo todo, quemarse la garganta y dejar un ácido regusto dentro de la boca por un par de horas) lo que la llevó más allá. Algo malo sucedía con ella.
Algo más tarde, luego de pasar a dejar a su hija al jardín infantil, despedirse de ella con una vaga sensación de vacío en su pecho y ver cómo entraba a jugar con sus pequeñas amigas en medio de una fría mañana de plata, se dirigió a la única farmacia cercana que mantenía sus puertas abiertas a esa hora (Dios bendiga el capitalismo). Buscó nerviosa por las estanterías el dispositivo que aclararía su futuro, eligiendo entre ellos el más efectivo, rápido y, cómo no, más caro, y lo mezcló con un montón de Aspirinas, Tapsin Día y Noche y un par de cajas de vanditas para su hija y así desviar la atención del cajero que iba a pasar toda su compra por la caja registradora.
Nerviosa, Jennifer vio cómo los productos iban siendo registrados uno por uno de forma lenta; tanto así, que incluso le pareció que el farmaceuta lo hacía adrede, mirándola cada vez que registraba uno de los productos que estaba comprando.
--¿Le pasa algo, señorita? –le preguntó el tipo, extrañado--. Se ve un poco pálida…
--No, no, estoy bien, no se preocupe –respondió Jennifer atropelladamente.
El farmaceuta no dejó de observarla con esa mirada que ella odiaba tanto de los médicos, esa que quería decir: “yo soy superior a ti, así que no jodas”.
Jennifer estuvo a punto de dejarse llevar por un arranque que lo único que buscaba era impulsarla a largarse de ahí y no saber nunca más de nada. Quería no estar viviendo lo que le estaba sucediendo. No era que fuera una niña de dieciséis años que quedara embarazada: tenía treinta años, un esposo, una hija y un departamento propio, lo que se traducía para la gente chilena en una clara y sólida familia de clase media alta donde las cosas no podían salir mal, donde sus componentes no tenían días malos ni menos se pensaba en que pudieran vivir situaciones que podrían denominar como “malas”; pero sucedía que le estaba sucediendo algo que no se esperaba. Porque por lo general, cuando las familias son sólidas y todo anda bien, los hijos son bien planeados, no llegan simplemente por llegar.
--Son 12 mil novecientos noventa pesos –recitó el farmaceuta, con tono neutro--. ¿Acumula puntos?
Jennifer no supo qué hacer. Se vio bloqueada por un momento.
--Eh… sí –y ella le recitó de vuelta el Rut de su marido que se sabía de memoria mientras buscaba su billetera en su cartera. Sacó unos billetes y canceló enseñando una nerviosa sonrisa.
El Farmaceuta contó los billetes, pulsó unos botones de su caja registradora y ésta se abrió para dejar al descubierto todo el dinero que tenía en su interior. Siguiendo con su parsimonioso actuar, el tipo acomodó los billetes dentro de la gaveta y sacó el vuelto en monedas. Luego de cortar la boleta que escupió la máquina, el hombre le hizo entrega de la bolsa llena de productos a su interlocutora.
--Que tenga un buen día –sonrió el tipo de manera extrañamente cordial.
--Gracias. Usted también –dijo Jennifer, sintiendo cómo algo se comenzaba a relajar un poco en su interior.
Sin embargo, cuando estaba a punto de salir de la farmacia, todo se vino abajo cuando el tipo le dijo desde su espalda:
--Felicitaciones.
No le hacían falta tres dedos de frente para saber a qué se refería el farmaceuta.
Jennifer sintió ganas de ponerse a llorar ahí mismo.



3



No le era necesario leer las instrucciones del aparato para saber cómo funcionaba. Ya se había enfrentado a eso un par de veces en su vida (la última de ellas dando como resultado dos rayitas que significaba el pronto nacimiento de Sofía, su hija). Así que no esperó mucho a usarlo y comprobar qué tan ciertos eran sus temores. Orinó y esperó, esperó y esperó. Fueron minutos que parecieron horas, horas en que Jennifer no hizo nada más que temblar sentada en el retrete, sin dejar de oler el punzante y nauseabundo aroma de sus orines.
Sonó el cronómetro de su celular y supo que ya era momento para ver el resultado, su destino.
Primero vio solo una rayita. Pero eso era lo que ella quería ver. No pudo desenfocar su vista eternamente para ocultar lo inevitable. Se ajustó sus gafas y vio cómo otra rayita roja aparecía en el aparato… y ella sabía muy bien lo que significaba: estaba embarazada.
--No…
Podría permitirse quedar embarazada, era cierto: económicamente estaban bien con su marido, la vida parecía marchar perfectamente y quizá un hijo fuera otra maravilla para seguir con la serie de eventos afortunados que les estaban sucediendo. No obstante, el problema no era el hijo que empezaba a germinar dentro de ella: el problema era quién era el responsable de ello.
Jennifer no sabía
(sus fechas se habían hecho un caos)
si estaba embarazada por culpa
(sí, por culpa)
de su marido o por culpa de su amante.
--Dios… --sollozó la mujer, sintiendo que empezaba a perder el control.
Jennifer, sin embargo, sí supo algo: que la vida había vuelto a dar uno de sus vuelcos en ciento ochenta grados y que su pesadilla sólo acababa de comenzar.