Momento de rendirse

Para Vanessa Saavedra.

Ella sabe bien por qué.

--¿Vamos donde siempre, mamá? –preguntó Sebastián.

--Sí, hijo –replicó Gabriela, sin despegar la vista del frente.

La carretera estaba vacía como todos los domingos a eso de las cinco de la tarde. Los frondosos árboles que bordeaban el camino parecían bailar al son del tranquilo viento que circulaba durante aquel frío y gris día de invierno. Estos paseos los venían haciendo madre e hijo desde hacía meses… Bueno, desde que había muerto el pequeño Tomás, para ser exactos.

Ahora Sebastián, de seis años recién cumplidos, había pasado a ser el único hijo de la familia, o de lo que en realidad quedaba de ella, pues su padre se había marchado de casa sin haberle dicho nada a nadie. Se decía que la muerte de su hijo había provocado su partida; sin embargo, la verdadera razón de aquel hecho era que él había sorprendido a su esposa teniendo relaciones con otro hombre en su propia cama matrimonial…

Pensar que si no hubiera salido más temprano de su trabajo aquel día, tal vez jamás se hubiera enterado del engaño y hubiéramos seguido siendo una familia feliz, pensó con amargura la mujer mientras manejaba. Su hijo, a su lado (la fiel copia en miniatura de su padre), tarareaba la hermosa tonada ochentera que se escuchaba por la radio: Here were the story ends de The Sundays.

La mujer no sabía bien de qué trataba el tema, pero las melodías le hacían acordar mucho a su ex esposo: era una canción bastante triste a su gusto, una canción que combinaba con el gris y nublado día y la melancólica y solitaria carretera por la que transitaba. Aquí es dónde la historia termina, el título de la canción, era lo único que lograba entender con su mediano conocimiento del inglés.

La historia se acabó hace mucho tiempo, se dijo para sí Gabriela, recordando que, tres años después de que había dado a luz al pequeño Sebastián, por problemas financieros en la empresa que tenía a cargo, comenzó a vivir la época más oscura de su vida, época que no había terminado aún y quizá no terminaría nunca: muchas personas la culpaban de malos movimientos de dinero, acciones y toda aquella mierda que envenenaba tanto al mundo estos días. No lo soportaba: tenía que cumplir un pseudo rol de madre (que por tiempo no lo podía hacer de manera completa), tenía que ser buena esposa y, más encima, tenía que encargarse de los negocios de su padre enfermo postrado en cama. Era una vida difícil, se decía cuando no se podía quedar dormida acosada por sus problemas, pero había que seguir adelante por la familia, sin echar pie atrás. Su esposo trabajaba con ella, pues su padre le había dado un alto puesto en la empresa por pertenecer a la familia, por lo que entonces eran dos personas bajo el mismo techo que debían cumplir de buena manera sus roles familiares, maritales y laborales. Todo esto mezclado, dentro de los años, comenzó a generar una tensión dentro del hogar, algo que se iba volviendo insostenible para los dos, y los dos ya no encontraban una válvula de escape para liberar todo. Al principio, como toda pareja, la válvula de escape más utilizada por ellos era el tener buen sexo durante la noche, pero a medida que el trabajo se iba haciendo más rutinario y pesado, el cansancio iba impidiéndoles aquel privilegio. Fue en ese proceso cuando ella, después de salir con su esposo a una cena de negocios, se emborrachó luego de unas cuantas copas.

Ahí empezó todo lo malo.

La conductora miró a su hijo, quien observaba pasar distraídamente los árboles por la ventana, ensimismado en sus propias ideas. Él era pequeño cuando había comenzado a beber… pero quizá todavía recordaba algunas cosas como si fueran viejas pesadillas…

Discúlpame…

Al otro día, después de aquella recordada cena de negocios, Gabriela había tenido que llamar a su secretaria diciendo que no se iba a poder presentar en su oficina porque padecía una terrible fiebre que la tenía en cama, aunque sabía que quizá en la empresa ya se estarían corriendo los primeros rumores acerca de la noche anterior y del bochornoso comportamiento que había tenido en ella. Tal vez nadie le dijera nada directamente porque era la jefa, pero sabía que, en su ausencia, los comentarios sobre ella zumbarían entre las cabinas de los trabajadores como abejas enardecidas por el calor, comentarios que su marido tendría que hacer como que no escuchaba para no sonrojarse de vergüenza.

Mientras se miraba al espejo después de haberse duchado, recordaba la mirada de odio que su esposo le dirigía mientras manejaba rumbo a casa, al ayudarla a vomitar, al desvestirla y acostarla. Parecía desilusionado, herido. Nunca se había imaginado ver a su mujer así, en ese estado tan deplorable, tan débil… y en frente de otras personas que recién la estaban conociendo, gente de negocios. Sin duda, la culpa de la lenta caída de la empresa era de ella, nadie más que de ella.

La conversación que tuvo la pareja ese mismo día antes de acostarse fue terrible. Gabriela recordaba que su esposo tuvo que darle un poco de dinero extra a su nana para que cuidara de Sebastián por la noche, porque los gritos y los garabatos lo habían asustado al punto de hacerlo llorar desconsoladamente. ¿Ves lo que le haces al niño? ¡Lo hiciste llorar! Es por tu culpa. ¡Míralo…! Gabriela recordaba aquellas palabras de su esposo como si una cuchilla clavara su pecho.

El matrimonio, desde ese entonces, no se habló durante tres tensas semanas. Era doloroso el tener que evitarse en el trabajo, el no hablar nada el uno con el otro, el tener que dormir en habitaciones separadas. La situación era como una triste visión del futuro más próximo.

Gabriela entonces, para no llegar temprano a casa y así evitar encontrones con su esposo, salía con sus amigas después del trabajo a tomar uno que otro trago para liberar algo de tensiones y olvidarse un poco de los problemas que la agobiaban. Al principio el gusto por la bebida no era mucho, sobre todo por el efecto de la resaca por las mañanas, pero al final de cuentas y después de tanto abuso, a Gabriela le quedó gustando ese estado de no saber nada de problemas, de tensiones, de dinero, de cuentas, de finanzas, de su rol de jefa y de esposa, de su rol de madre… Era como sedar su conciencia hasta el otro día donde solo quedaban como rastros de la noche los ojos rojos y vidriosos, el insoportable dolor de cabeza, esa maldita sed que parecía nunca acabar y su cama y su cuerpo apestando a alcohol. Estos traguitos son más sabrosos que las pastillas para relajarse, les decía a sus amigas cuando se servían más whiskey en las rocas.

Aquellas parrandas duraron años.

En la radio, la canción anterior había terminado para dar lugar a Broken wings de Mr. Mister. Gabriela recordaba bien que en el video en blanco y negro de aquella canción salía el vocalista de la banda manejando un convertible por una carretera, como si estuviera viajando para encontrarse con alguien a quien amaba, a quien extrañaba. Como yo, pensó la mujer, con una mueca irónica que se reflejó en el espejo retrovisor de su vehículo.

La canción la llevó a aquellas imágenes cuando con su marido se reconciliaban luego de fuertes disputas hablando en el idioma del amor. Eran lindos momentos, y de uno de esos lindos momentos había nacido el pequeño Tomás, el niño que no alcanzó a vivir más de un año… Por mi culpa.

Gabriela, cuando quedó embarazada, no lo supo hasta dentro de un mes después; un mes en que no dejó ni redujo su vicio por la bebida. Se podría decir que no fue culpa de ella que el pequeño Tomás naciera con problemas (¡y gracias a Dios que nació!), porque en realidad no tenía idea de que su segundo hijo venía en camino cuando ella salía a beber con sus amigas, pero si hubiera reparado en que no menstruaba desde hacía semanas sin haber tomado sus pastillas anticonceptivas teniendo sexo casi todas las noches (en que no llegaba con un fuerte olor a trago) y en que los vómitos y mareos ya no se debían específicamente al acostumbrado efecto del alcohol por las mañanas, quizá hubiera ido al doctor mucho antes para que le comunicaran la feliz noticia que después se transformó en culpa, sufrimiento y más peleas dentro de la relación.

Su esposo la regañaba todas las noches por el poco cuidado que tuvo con su embarazo, por las borracheras casi diarias con sus amigas, la mala administración de la empresa y su poca preocupación por Sebastián y las cosas de la casa.

No había momento, también, antes de dormir en que los dos no lloraran desconsoladamente por el destino que tendría su hijo que venía en camino: el doctor no se los había dicho, pero ya sabían, por cultura general, que cuando se exponía a un bebé a mucho alcohol durante el embarazo, este nacería con problemas en su desarrollo físico e intelectual, desórdenes cerebrales y retardo mental.

Aquel hecho llevó a Gabriela a no beber más durante su embarazo y meses después de la gestación, proponiéndose arreglar un poco las cosas dentro de su hogar, su familia y la empresa.

Había que aceptar que todo marchó bien por un tiempo. Según el doctor, Tomás (que en ese entonces ya se había descubierto cuál sería su sexo) nacería con retardo mental y problemas de crecimiento, algo poco comparado con otros bebés que habían sido expuestos al mismo periodo de tiempo al alcohol y habían muerto antes de nacer. “Un milagro”, había dicho el doctor, con frialdad.

Gabriela, gracias a su prenatal, pudo dedicarle más tiempo a la casa, a su esposo y a su hijo: ayudaba a Sebastián a hacer sus tareas y a estudiar, lo iba a buscar por las tardes al colegio, leía novelas románticas en el asiento más cómodo de su sala de estar y regaloneaba a su marido por las noches antes de dormir, siempre extrañando el sabor de un buen whiskey a las rocas.

Todo se iba volviendo más claro y feliz para Gabriela, como si se empezaran a despejar todas las nubes grises y frías del cielo para dar lugar a un hermoso ocaso en su vida.

--¡Mira, mamá, se está despejando! –dijo Sebastián, apuntando alegremente hacia unos rayos de sol que se dejaban ver entre el montón de nubes al frente. Tenía toda la pinta de que se despejaría antes del atardecer por la velocidad en que el tono gris del cielo se iba volviendo cada vez más claro--. A lo mejor podremos ver el sol ponerse desde la playa.

--Ojalá, hijo. Desde hace tiempo que no vemos uno.

La mujer, ensimismada, no le prestó mucha atención a lo que le dijo Sebastián después, puesto que estaba escuchando concentrada la frase del coro de la canción que seguían pasando por la radio: Take these broken wings and learn to fly again, learn to live so free. Era como si ella le hablara a su esposo desde la distancia, o en realidad, como si él le estuviera hablando a ella, desde donde fuera que estuviese.

Una lágrima estuvo a punto de caer por la mejilla de la mujer.

El nacimiento del pequeño Tomás fue un suceso que provocó una felicidad inmensa dentro de la familia a pesar de su estado prematuro y débil y las deformaciones en su cuerpo y rostro. Para muchos, este hecho fue visto como un salvavidas para un matrimonio que se veía hundir desde hacía tiempo; para muchos otros, al año después, fue visto como un duro golpe de gracia.

Durante una tarde de domingo en especial, la familia en ese momento compuesta aún por cuatro personas, fue a dar un paseo a la playa más cercana de la ciudad, la misma playa que solían visitar todas las semanas Gabriela y Sebastián. La mujer recordaba que, mientras su hijo primogénito se entretenía paseando a Tomás en el coche a lo largo de la avenida pavimentada cerca del estacionamiento, ella y su marido se besaban apasionadamente, jurándose que en el futuro todo iba a salir mejor que antes, perfecto, que todo iba a ser como un sueño…

Un sueño que rompí.

!Como la cabeza de tu hijo!”, exclamó la voz iracunda de su esposo dentro de su mente, atormentándola.

¡Qué horror acordarse de aquello: la muerte de su propio hijo, el principio del último capítulo de su matrimonio, la sangre que la condenó al infierno terrenal!

Un día normal, después de un mes de haber entrado de nuevo a hacerse cargo de la empresa (en su ausencia compartía el cargo de jefe con su esposo, quien había mejorado un poco las cosas), las amigas de Gabriela la llamaron para ir a dar una pequeña vuelta por los pubs del centro de la ciudad, como en los viejos tiempos. Y como Gabriela no había bebido ni una sola gota de alcohol desde hacía mucho tiempo, la invitación fue aceptada sin vacilar. Y como la sed que sentía era tanta, la mujer no se midió en todo lo que ingería hasta que empezó, de un de repente, a perder la conciencia. Una vez más, sus amigas la llevaron a casa en un terrible estado de ebriedad. Como en los viejos tiempos.

Abrir la puerta le costó como nunca ese día a Gabriela, metiendo más ruido del que se debería hacer en un hogar donde duerme un bebé de pocos meses; obviamente, el alboroto de las llaves al abrir y cerrar la puerta y los golpes contra los muebles en el living a oscuras hizo despertar al pequeño Tomás. La mujer, preocupada por lo que había hecho, fue a ver a su pequeño hijo para mecerlo y hacerlo dormir de nuevo. Encendió la tenue luz de la habitación donde dormía el pequeño y lo vio moviéndose entre las sábanas, como una tortuguita retorciéndose de espaldas sobre su propia caparazón. Gabriela tomó en brazos a su hijo tan bien como su deplorable estado le permitió y lo comenzó a mecer, cantándole una canción de cuna que no recordaba muy bien, tratando de calmarlo. Mientras el bebé se iba tranquilizando poco a poco en su pecho, Gabriela lo empezó a mirar, de la nada, con asco y aire crítico. El pequeño monstruito que creé, pensó mientras paseaba uno de sus dedos índices por la chata y fea nariz de Tomás, por sus pequeños ojos deformados y sus casi imperceptibles labios. A pesar de todo, sabía que había sido un milagro que naciera con vida. Sin embargo, también sabía que tal vez no se hubieran formado por completo los órganos del pequeño bebé, como su corazón, lo que tarde o temprano vendría a complicarle su delicada existencia. La vida es dura, Tomás. Tienes que acostumbrarte a ella. Siempre está llena de problemas, susurró Gabriela, gélida.

--¿Qué pasa, Gabriela?

El súbito aparecer de su marido en el cuarto asustó a la ebria Gabriela, haciendo caer al pequeño Tomás al suelo…

La mujer estaba tan absorta en sus recuerdos, que no se dio ni cuenta que en la radio Broken wings había terminado para dar paso a Pictures of you de The Cure, ni que una silenciosa lágrima corría por su mejilla, ni que el cielo ya se había despejado casi en su totalidad.

En la tranquila carretera ellos seguían siendo los únicos.

La muerte de Tomás había trastornado a Gabriela a tal punto de hacerla sucumbir en una inmensa depresión. Nunca se le culpó a ella directamente de todo, pues el pequeño bebé ya traía problemas desde antes de su nacimiento. No obstante, se pensaba que por la cercanía entre el doctor de cabecera de la familia y el matrimonio, un poco de dinero podía enmudecer hasta la más cruda verdad a los oídos del mundo.

Gabriela no paró de llorar por semanas. Su retiro del trabajo con una licencia por depresión que la mantendría meses lejos de su oficina nuevamente, la hizo reflexionar verdaderamente sobre todo lo ocurrido durante su matrimonio hasta la fecha, hundiéndola más en la soledad, en la culpa, en su propia mierda, como solía decir ella.

Los fármacos antidepresivos recetados por el doctor, a la larga, no hacían más que hacerla sentir desdichada, quitándole energía, haciéndola vagar por los pasillos de su casa, haciéndola pensar que ya no había más salida, que todo estaba perdido. La pobre ni siquiera podía estar un momento a solas con Sebastián, porque a penas lo miraba, comenzaba a llorar desconsoladamente, y su pequeño hijo no sabía qué hacer, resistiéndose las ganas de llorar también junto a ella. Él sabía que las cosas no andaban bien desde hacía un buen tiempo entre sus padres y que la muerte de su hermanito había echado el cuerpo agonizante de su matrimonio por un barranco oscuro y profundo, de donde ya no se podía volver a salir jamás.

--¿Por qué no te tomas tus medicamentos, Gabriela? –preguntaba su esposo con una paz cansina, casi indiferente, sentado en el borde de su cama, mirando a su mujer como si mirara a una niña malcriada que no quiere tomar sus remedios porque tienen mal sabor.

--¡Porque me hacen mal!

--¡¿Cómo te van a hacer mal, mujer, por Dios?! ¡Mira cómo estás!

--¡Así es como me dejan! ¡No las quiero!

El llanto de Gabriela era casi desesperante. Sebastián, cuando escuchaba a su madre llorar desde su cuarto, se ponía a rezar pidiendo que ojalá en el día de mañana, al despertar, todo no fuera más que una pesadilla, y que cuando fuera a ver la habitación vacía de su fallecido hermanito, él estuviera ahí, durmiendo tranquilamente, como si nunca hubiera pasado nada.

El peso de la culpa por la muerte de su propio hijo era un peso inimaginable sobre la conciencia de la mujer, más pesada que la misma cruz sobre los hombros del moribundo Jesús, como decía ella. A veces, en sueños, la mujer sostenía en sus brazos el cuerpo exánime de su hijo Tomás, y luego de examinarlo con asco y rabia, lo lanzaba al suelo con furia, haciéndole trizas la cabeza, salpicando de sangre la habitación entera, escuchando, sintiendo cómo se rompía el cráneo del pobre bebé. Siempre despertaba gritando, sobresaltada por el horror, llorando. Su esposo tenía que calmarla con palabras melosas y cariños, dándole sus medicamentos con suma paciencia; sin embargo, aburrido ya de hacer tantas veces lo mismo, de no poder dormir bien por culpa de las constantes pesadillas de su mujer, una noche la dejó que hiciera su berrinche sin prestarle atención. Los gritos de desesperación y pánico duraron casi veinte minutos. Cuando su esposo ya se estaba a punto de resignar y prestarle ayuda a Gabriela como las veces anteriores, entró por la puerta, silenciosa y tétricamente, Sebastián, con los ojos hinchados y soñolientos.

--Mamá, ven conmigo –llamó el niño casi mecánicamente, sin pestañear. El hecho de que se pareciera a un chico poseído de esos que aparecen en las películas de terror hizo temblar a su padre.

Gabriela, poco a poco, comenzó a dejar de llorar y se levantó, secándose las lágrimas con el dorso de su brazo. Sebastián, cuando la tenía a su alcance, la tomó de la mano y se la llevó por el pasillo hacia la cocina, donde el pequeño le sirvió un vaso de agua. Al parecer, los dos estaban sumergidos en un profundo trance, como sonámbulos. La idea no dejó de aterrar al esposo de Gabriela.

--¿Quieres algo más, mami?

--No, hijito. Ve a dormir. Mañana tienes que ir al colegio y no quiero que llegues atrasado, ¿ya?

--Sí, mami.

Por el pasillo se escucharon los pasos sordos de alguien quien está arrastrando los pies enfundados en un grueso calcetín y una puerta cerrarse con suavidad. Gabriela, al parecer, se había quedado en la cocina, sollozando en silencio, algo más tranquila.

El whiskey se vertió sobre el vaso lentamente, sin emitir ruido; los hielos, indiferentes como siempre, cayeron con un suave “clic” en el fondo de este. Este es el reencuentro, amigo, susurró Gabriela, saboreando desde antes el líquido que sostenía en su mano, mientras su esposo sollozaba abatido en su cama. Al otro día, cuando este último se levantó para ducharse y arreglar las cosas de su hijo para llevarlo al colegio, encontró a su esposa durmiendo apoyada en el mini bar de su cocina americana. La lastima y la pena que sintió al verla, fueron devastadoras.

En ese mismo día Gabriela, quien se encerró en el cuarto de su fallecido hijo y sin dejar de beber whiskey, llamó desde su celular a sus amigas como a eso de las dos de la tarde para preguntarles si querían ir a beber unas copitas con ella a algún pub que estuviera abierto a esa hora, pero ninguna le respondió afirmativamente excusándose de que tenían que trabajar. Malditas rameras: siempre estoy ahí cuando me necesitan, y ahora que las necesito con toda mi alma, no pueden… ¡ni siquiera se esfuerzan por verme! El desconsuelo de Gabriela fue grande, mas sus chillidos fueron peor. La nana de su casa, preocupada, se asomó por la puerta del cuarto preguntando si la podía ayudar en algo, a lo que la respuesta fue un estridente “¡Ándate!” y un vaso quebrado cerca de su rostro, manchado todo el empapelado de dinosaurios bebés con whiskey. Desde un punto retorcido de vista, parecía que la pared estuviera sangrando profundamente de aquella herida.

Una ducha, un poco de maquillaje, un poco de colonia inglesa, y voilà: Gabriela estaba lista para salir a dar un paseo solitario por los pubs de la ciudad en busca de algo de distracción. Una especie de felicidad la inundó. Pensó, analógicamente, que la sensación que tenía debía ser parecida a la que sentía un animalito en cautiverio cuando lo dejaban en libertad. Le pidió perdón a su nana antes de irse en un taxi y le dio la tarde libre como recompensa por su buena actitud; esta aceptó no sin antes negar por cortesía.

Una vez en el centro de la ciudad, la mujer ingresó al primer pub que encontró abierto: no era muy lujoso, pero tampoco era un lugar de mala muerte, así que se quedó ahí. Se dirigió a la barra y pidió un ron con Coca-Cola. Mientras el barman preparaba su trago, de la nada apareció un joven buenmozo a su derecha, preguntándole el clásico: ¿me puedo sentar aquí? Gabriela replicó que no había problema y lo dejó que le metiera conversación.

Resultó ser que el joven estaba estudiando el último semestre de Periodismo en la prestigiosa universidad de la ciudad y que estaba buscando inspiración para darle forma al final de la novela que estaba escribiendo aparte de sus proyectos universitarios, una novela que venía escribiendo desde hacía meses y que necesitaba una musa inspiradora como Gabriela para poder ser acabada. La mujer, ruborizada, fue jugando los juegos del joven; y entre trago y trago, poco a poco fue cayendo embobada por el chico que tenía frente a sus ojos. No se acordaba cómo fue que llegó un momento en que los dos tomaron un taxi rumbo a su casa y terminaron haciendo el amor en su propia cama matrimonial…

Y ahí fue cuando su esposo los sorprendió en pleno acto…

La pobre Gabriela, borracha y destruida, había perdido todo sentido de la orientación y del tiempo… Estaba claro que su marido había salido antes del trabajo, pero no sabía exactamente qué tan temprano había llegado a casa (por suerte, Sebastián, en vez de irse directamente a su hogar, ese día había ido a jugar con un amiguito suyo después del colegio, por lo que no presenció nada de lo que sucedió ahí).

Lo demás (como la partida de su esposo, el hecho de no haberse divorciado legalmente para evitar hacer papeleos estúpidos y no tener que dirigirse más la palabra), no tiene ya mucha importancia a estas horas del partido. La suerte había sido echada.

Discúlpame.

Los paseos por las tardes dominicales eran un ritual de limpieza, de pacificación para Gabriela, un ritual que la ayudaba a recordar de que todo tiempo pasado era mejor, que por sus errores arruinó su matrimonio y perdió a un gran hombre que la aguantaba, que había estado con ella hombro con hombro en sus peores momentos, que la respetaba y la amaba. Había perdido al hombre ideal que la protegía, que trabajaba y que se desvelaba por ella. Todo por su magnífica culpa.

Las lágrimas le corrían silenciosamente por su mejilla. Sebastián las contemplaba, comprendiéndolas.

Los árboles a sus costados habían desaparecido: ahora todo era amplia llanura con unos cuantos animales pastando. A unos cuantos kilómetros más adelante, la carretera se desviaba abruptamente hacia la izquierda, dejando visible, como minúsculas líneas, las barreras de contención y un profundo barranco que llevaba directamente al mar. Y más al fondo, como en una postal hermosa, el sol estaba a punto de empezar a sumergirse en el agua, tornándolo de un color anaranjado.

Dentro del cálido ambiente del vehículo, sonaba Stay (Faraway, so close!) de U2.

--Mami, no llores –murmuró el pequeño Sebastián con tono suplicante, tomando suavemente el brazo de su madre--. Todo va a estar bien.

--Sí, hijo, no te preocupes. No pasa nada.

Pobre Sebastián, pensó Gabriela, tendría que sufrir tanto en esta vida… sin contar siquiera todo lo que ya había sufrido por su culpa, los traumas que le había generado en su mente, los fantasmas que lo acosarían hasta que fuera adulto o hasta el fin de sus tiempos. Sufriría por amor en unos cuantos años más, porque una maldita zorra le destruiría sus ilusiones y su pequeño corazoncito. Sufriría envenenado por las mierdas de este nuevo mundo globalizado como un peón más del sistema entero (no importando cuál fuese su cargo e importancia dentro de él). Lloraría acosado por sus problemas, porque no se sentiría entendido por los demás, porque no tendría padres. Sus abuelos tal vez lo aceptarían a regañadientes, haciéndole la vida imposible, haciéndolo cargar la cruz de su madre, o tal vez su padre compartiría con él el mismo techo que estaría compartiendo con una puta barata sacada de una sucia esquina.

No puedo permitir que la vida sea cruel contigo, Sebastián.

Una vez su pequeño hijo le había dicho a Gabriela, luego de la partida de su padre, que siempre iban a estar juntos, que lo que vivirían después sería mejor para ellos, que sería como vivir en un sueño…

Gabriela no se podía permitir tampoco que la versión en miniatura de su ex esposo le jugara el mismo truco de quebrar una promesa que la había ilusionado como una adolescente al recibir el primer beso de su amor más ansiado. No, esta vez no se iba a permitir eso.

Vamos a estar siempre juntos, Sebastián, hijito mío. Tú no vas a romper la promesa como tu padre.

Sebastián, calladamente, comenzó a llorar.

--Te quiero, mamá.

--Yo también te quiero, hijo.

Y por eso no quiero que sufras. No te lo mereces.

El auto aumentó su velocidad y, con decidida fuerza, atravesó la barrera de contención que bordeaba el enorme barranco, cayendo directamente en esa imagen reflejada del sol, internándose en el tranquilo mar que parecía una perfecta escena pintada con acuarela.

La carretera, indiferente como siempre a todos los problemas de los humanos, siguió tan silenciosa como todos los domingos por la tarde.