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Todo de nuevo
Francisca había llegado a pensar,
casi inconscientemente, que tal vez su madre podría haberle estado mintiendo
acerca de lo de su próxima habitación en el segundo piso de la casa nueva como
un método para dejarla más tranquila respecto a la mudanza, sabiendo que un
poco de esperanza depositada en ella, al final de todo, haría un buen trabajo.
Pero después de todo, y para bien de la propia chica, su madre no le había
mentido en lo absoluto. Su nuevo hogar era, si bien no inmenso, mucho más amplio
que todos en los que habían vivido anteriormente, sin contar con el hecho de
que obviamente tenía dos plantas. Sin duda alguna, la empresa de su padre
quería tenerlos viviendo en un buen lugar esta nueva temporada; los negocios,
probablemente, debían ir bien.
--Es
inmensa... –susurró Francisca, paseándose por el vacío vestíbulo de la casa.
--Sí
que lo es –dijo su mamá, luciendo una mueca de “te lo dije” en el rostro--.
Hasta creo que sobrará un cuarto.
--Será
para algún huésped inesperado –comentó su esposo, acercándose por la espalda a
ésta última para tomarla por la cintura y darle un beso en su nuca. La mamá de
Francisca emitió una risita y un temblor nervioso. Sebastián hizo una mueca de
cómico asco y se dirigió al segundo piso para explorarlo.
Justo
en ése momento, cuando su hermana iba a acompañarlo en su aventura para
verificar qué tan grande era el lugar adónde él se había encaminado, se comenzó
a oír el intenso vibrar del motor de un camión en la distancia. Era evidente:
el trabajo aún no había terminado. Ahora tocaba desempacar.
“Oh,
Dios...”, resopló mentalmente la chica.
Sus
padres salieron a la calle y ella detrás de ellos. El enorme vehículo venía
recién doblando por la esquina en que ellos mismos se habían detenido para que
su padre pudiera verificar el nombre de la calle en la que se encontraban. No
demoraron mucho en quedar estacionados frente a la casa. Los trabajadores se
bajaron del camión algo agotados por el largo viaje y comenzaron a bajar todas
las cosas que contenía la zona de carga de éste, mientras uno de ellos (el
chofer) le hacía firmar al papá de Francisca un documento de aspecto
importante.
--Señora,
tendrá que decirnos dónde quiere que dejemos todas las cosas –le dijo uno de
los trabajadores a la mamá de Francisca caballerosamente.
--Está
bien. Yo les indicaré dónde.
Francisca
vio la hora en su reloj de Minnie con aire cansado (propiedad suya desde que
tenía cinco años) para darse cuenta de que eran casi las nueve de la noche. Las
labores en el hogar tenían como para un par de horas más, por lo bajo. Fue por
eso que la chica decidió desperezarse un poco y ayudar en lo que pudiera con la
mudanza, aunque aquello sólo rebajara en cinco minutos todo lo que se podían
llegar a retrasar los trabajadores en total.
--Manos
a la obra –dijo en voz alta, para darse un poco más de ánimos.
La joven Santibáñez no se
sorprendió para nada al saber que había estado correcta al pensar que
demorarían casi dos horas en bajar todas sus cosas del camión y establecer la
mayoría de ellas dentro de la casa. Siempre era todo así de caótico; salvo que
en ésta ocasión, por primera vez, la mudanza terminaba a altas horas de la
noche. Ubicaron las cosas más importantes, como las camas y ciertos otros
muebles en sus respectivos lugares, y decidieron entonces por dejar de trabajar
hasta el día siguiente.
El
señor Santibáñez firmó unos cuantos papeles antes que los de la mudanza se
fueran y cerró todas las puertas con llave. La casa, a pesar de ser nueva, le
daba un extraño aire de seguridad a Francisca. Pocas veces se sentía así. Quizá
fuera una especie de premonición o algo por el estilo lo que le daba a pensar
que tal vez las cosas no fueran tan malas después de todo, como le había dicho
su madre días atrás.
--Bien,
Francisca, ¿estás lista para dormir en tu nuevo cuarto? –le preguntó su madre
señalando su vacía nueva habitación... vacía a excepción de la cama que
reposaba al medio de ésta, evidentemente.
--Sí
–replicó su hija. Su nuevo cuarto no podía ser mejor: justo al frente de la
puerta de entrada había una ventana que daba directamente al bosque de la
villa, ahora ensombrecido por la noche. Era tal y como la había imaginado con
anterioridad. Ya se veía a sí misma sentada en el alfeizar de la ancha ventana,
escribiendo, escuchando música o haciendo cualquier otra cosa. Era perfecto--.
Ya empecé a amarla.
--Así
me gusta –dijo una voz masculina detrás de ellas. Obviamente era el señor
Santibáñez, que sonreía con aire satisfecho y con sus manos en jarras--. La
casa me ha encantado. Es la más hermosa de todas en las que hemos estado.
--Es
verdad –corroboró su esposa, luciendo una sonrisa similar a la de él--. Mañana,
si es que nos queda tiempo luego de ordenar todas las cosas, podríamos ir a
explorar el famoso bosque del que te habló Rubén.
--Sería
genial, pero lo dudo, cariño –le dijo el señor Santibáñez--. No creo que
terminemos de ordenar todas las cosas en un solo día –Y dirigiéndose a
Francisca, agregó--: Bien, Frannie, tendrás que dormir ahora: ya es muy tarde
para ti y mañana tenemos mucho trabajo que hacer.
--Está
bien, papá.
Sus
padres le dieron un beso de buenas noches en la cabeza y cerraron la puerta
detrás de ellos. Francisca se quedó un rato observando todo lo que le ofrecía
la vista desde su ventana y, acto seguido, comenzó a ponerse su pijama
escuchando cómo su hermano Sebastián le pedía prestado el celular a su padre
para (lo más seguro) llamar a Jessica y decirle que todo estaba en orden, que
la echaba de menos y todas esas cosas que suelen hacer los novios recién distanciados.
Al
meterse a la cama, notó lo fría que estaba ésta y trató de conciliar el sueño
sin poder evitar pensar en todo lo que había vivido ése día. Se acordó,
entonces, de los presentes que le habían dado sus amigas y que no había abierto
todavía. Trató de acordarse si los había bajado del auto o no, sin poder llegar
a nada concreto. Se debatió unos cuantos minutos sobre eso, manoseando la idea
si bajaba a buscarlos o no. Para cuando ya se estaba haciendo las ganas para
salir de su abrigada cama hasta el frío y nuevo vestíbulo, Morfeo la pilló
desprevenida y le echó encima su manto de los sueños. La pobre chica estaba
cansadísima por culpa del viaje de casi ocho horas de duración que había hecho
con su familia y por haber ayudado durante casi una hora entera a ingresar sus
pertenencias a su nueva casa.
Cuando
la chica ya se había sumergido en un profundo y cansino sueño, una luz verde
con forma de cúpula estalló en el corazón del bosque al frente de su casa, del
mismo lugar de donde habían salido volando los pájaros hacía mucho rato atrás. Algo ahí se sentía alegre al saber que
habían llegado nuevas personas al vecindario...
Al despertar, la pequeña
Francisca se sintió algo desorientada al ver que las paredes de su habitación
eran más amplias que de costumbre y el techo parecía un poco más distante y era
de otro color del que frecuentaba ver al abrir los ojos cada mañana. Claro, ya
estaba en otra casa. Supongo que a ti también te ha sucedido cuando despiertas
en la casa de una amiga o amigo tuyo luego de una pijamada o una noche de
películas de terror.
Buscó
sus pantuflas sin lograr recordar si las había sacado de la caja en donde se
encontraban o si se había olvidado hacerlo la noche anterior. Pensó que lo más
probable era que se hubiera olvidado de ellas y se decidió por bajar (qué
extraño sonaba eso de decir “bajar”) a la cocina para tomar desayuno.
Resultó
que sus padres estaban hablando en la desolada cocina. Parecían estar
decidiendo qué harían a continuación.
--Como
ya habrás visto, no tenemos mucho con qué cocinar –dijo el señor Santibáñez--,
por lo que creo que tendremos que ir a desayunar a otro lugar.
Y
eso fue lo que hicieron. Despertaron a Sebastián (quien para variar tenía
grandes ojeras y los ojos inyectados en sangre), y ya, todos vestidos, se subieron
al auto para ir a algún lugar cercano de comida rápida para desayunar algo
liviano. La enorme cantidad de cajas apiladas por toda la casa auguraba un montón
de trabajo para la tarde, pero las horas respectivas de las comidas jamás se
debían saltar. Energía era lo que más necesitarían a lo largo del día.
Resultó
que el sitio que buscaban estaba mucho más cerca de lo que habían llegado a
pensar. A sólo unas tres cuadras de distancia de su casa había un negocio que
se encargaba de vender distintos tipos de colaciones para toda hora del día,
especial para familias que preferían salir a comer afuera para ahorrarse el
trabajo de preparar la comida y tener luego que lavar los platos y los
servicios.
El
negocio (llamado “A la vuelta de la esquina”) estaba bonitamente ornamentado
por unas cuantas mesas y sillas repartidas por todo el antejardín de la casa,
sombreadas por quitasoles azules, y una gran cantidad de dibujos de madera de
pollos ofreciendo los distintos menús del día y los productos que ahí se vendían.
A Francisca le parecía extraño que la gente siempre dibujara a los animales tan
felices y animados sabiendo que eran ellos los que se convertirían en la
próxima cena familiar del día; si fuera por ella, estaría triste si supiera que
se iba a convertir en el almuerzo de otro ser humano, o de un tigre o un león.
Los
Santibáñez vieron cómo una madre de pelo liso castaño y lentes recibía un par
de sándwiches y dos jugos en caja para luego marcharse con una niña pequeña
idéntica a ella con un gorro de rana sobre su cabeza, con largas patas verdes
colgando por sus costados y unos enormes ojos parecidos a pelotas de tenis.
Francisca le dedicó una sonrisa a la chica cuando pasó a su lado, con un aire
misterioso que más que causarle recelo, creó en ella una especie de extraño afecto.
Debía tener su misma edad, más menos.
--¿Qué
vas a querer, Fran? –le preguntó su padre desde la mesa de atención del local.
--Un
sándwich con jamón y queso derretido y un poco de té –fue la respuesta de la
niña.
A
los pocos minutos después, los cuatro se encontraban comiendo sus respectivos
desayunos en una de las mesas antes mencionadas, viendo cómo salían los
primeros niños a jugar a la calle un día domingo, cómo algunos adultos se
dedicaban a regar sus jardines y cómo algunas chicas salían a pasear a sus
perros mientras andaban sobre sus patines.
Al
acabar con sus comidas, todos le dieron las gracias a la persona que los había
atendido y volvieron al auto para empezar de una vez por todas con todo el
trabajo que les quedaba por delante.
Antes
de apearse del vehículo, Francisca se acordó de los presentes de sus amigas (no
sin sentir un nudo en su garganta) y bajó con ellos, dirigiéndose a la
privacidad de su cuarto para abrirlos, por si le salía más de alguna lágrima
(que presentía que sería lo más probable).
Ya
en su habitación, abrió primero el de Tamara, una pequeña caja de cartón
revestida con un brillante papel de regalo azul eléctrico. En su interior había
una colección de pequeños aros colgando de un bello árbol de metal adornado con
incrustaciones de pequeñas gemas de plástico en sus ramas, una billetera rosada
de cuero y una carta escrita en una hoja de cuaderno con caritas felices por
todos sus bordes. La caja de Ximena contenía una linterna (con una pintoresca
nota atada a ella que rezaba: “Para cuando te de miedo la oscuridad”) y una
carta parecida a la de su amiga. Y por último, estaba la caja de Antonia, que
contenía una carta escrita por su propio puño y letra, una lapicera con su
nombre en ella y la colección de libros de Las Crónicas de Narnia. Francisca
apiló todos los regalos a un lado de ella y comenzó a leer una a una las cartas
de sus amigas, empezando por la de Tamara. Cuando iba en la mitad de ésta, no
pudo aguantar más las lágrimas que trataban de salir con fuerza por sus ojos y
rompió a llorar con fuerza, como no había querido hacerlo hasta ése entonces. Y
así, cada vez que fue leyendo las demás cartas de sus amigas, se le fueron
acumulando más sentimientos de tristeza y angustia en su pecho, sentimientos
que fueron saliendo sin muchos miramientos en forma de un llanto que parecía
querer romperle la garganta, el corazón y sus castaños ojos con ímpetu.
Era
un hecho que a sus amigas no las vería más...
Dejó
las cartas (con la tinta en muchas de sus partes borroneadas por sus propias lágrimas)
bajo la almohada de su cama y dejó todos los regalos de sus amigas encima de
ella. Se secó los ojos con el dorso de su mano y salió al pasillo del segundo
piso para dirigirse al baño del mismo, en donde se refrescó la cara y trató de
disimular lo rojo de sus ojos restregándoselos con la fría agua del grifo.
--¡Francisca,
¿te pasa algo?! –le preguntó su mamá desde el primer piso.
--¡No,
nada, voy de inmediato! –mintió la chica, forzando su voz para que no sonara
cortada.
Acto
seguido, se secó la cara con la única toalla que habían logrado sacar de una de
las cajas el día anterior y bajó por las escaleras hasta el living de la
vivienda. Su madre la miró con ojo analítico apenas la vio aparecer, quedándose
así un buen rato en que la pequeña Santibáñez trató de evitar que sus ojos se
posaran sobre ella. Fueron casi diez segundos que parecieron una eternidad. Al
final, y para alegría de la muchacha, llegó el señor Santibáñez silbando
divertidamente una canción de Américo, rompiendo el incómodo momento diciendo,
con aire pomposo:
--Bueno,
señoras y señores, ha llegado el momento de la verdad.
La nueva casa de dos pisos
parecía no presentar ninguna clase de inconvenientes (de hecho, era bonita,
amplia, agradable y cálida) hasta que los Santibáñez fueron conscientes de que
debían subir una gran cantidad de muebles utilizando como único camino la
escalera que daba a la segunda planta. Claro, la noche anterior habían sido los
de la mudanza quiénes habían subido las camas de sus hijos por la escalera,
trabajadores con el cuerpo apto para aquellos trabajos, no ellos, quienes
simplemente se habían dedicado a ordenar un par de cosas entre todo el
revoltijo de objetos luego de haberlos bajado del gran camión con gran
esfuerzo.
--Creo
que tendremos que machacarnos los riñones, Melissa –le dijo el señor Santibáñez
a su esposa, resoplando frente a la escalera que se les presentaba en frente--.
No queda otra.
--Rayos
–dijo ella, haciendo una mueca de disgusto--. Le hubieras pagado un poco más a
los de la mudanza para que hicieran todo el trabajo sucio. Total, eso lo podría
haber cubierto la empresa, ¿no?
--Claro,
pero no todo –murmuró su esposo, algo azorado--. Al menos no tenemos que subir
las camas ni nada de eso –agregó, tratando de mostrarse optimista.
--Algo
es algo –dijo la señora Santibáñez, sonando un poco irónica. Miró a Sebastián y
Francisca y les indicó--: Ustedes encárguense de ordenar el mayor número de
cosas en este piso. Pueden echar los cubiertos en los muebles de la cocina, los
platos, ubicar algunas lámparas, qué se yo.
--Está
bien –dijeron ambos hermanos, casi al unísono.
Cuando
los dos se estaban dirigiendo a la cocina para comenzar a ordenar allí todo lo
relacionado a ella, Francisca creyó escuchar que su mamá le decía a su padre
algo como: “espero ésta sea la última vez que tengamos que cambiarnos de casa”.
Francisca
creyó, por su parte, que no aguantaría otro cambio más.
Estuvieron
casi tres horas consecutivas ordenando y ordenando, llevando cosas de aquí para
allá por todo el hogar, casi como verdaderas hormigas obreras. Para cuando sus
padres decidieron hacer un pequeño receso para ir a almorzar “A la vuelta de la
esquina”, todos alegaban de sentir grotescos dolores en la espalda y en los
brazos. Seguramente tú también has llegado a sentirte así de mal luego de haber
ayudado a tus padres en las tareas de la casa, o luego de haber hecho un aseo
meticuloso en tu habitación o después de haber ayudado a armar el árbol de
Navidad en el vestíbulo de tu hogar. Si no lo has llegado a sentir nunca,
siéntete de verdad muy afortunado, puesto que las molestias producidas por el
agarrotamiento de los músculos utilizados perduran de verdad muchos días.
Adoloridos,
se dirigieron al local caminando (¿para qué gastar bencina en tiempos en que
estaba tan cara y contribuir con la contaminación del medio ambiente cuando
caminar era gratis y te hacía tan bien para la salud y no dañaba a nadie?),
mirando algunas casas cercanas e inspeccionando y saludando a todos los nuevos
vecinos que se les cruzaban por el frente. Resultó que la mayoría de ellos eran
muy buena onda, saludando y presentándose con fuertes y afectuosos apretones de
manos; los restantes, que fueron no más de unas tres o cuatro personas, sólo
saludaron haciendo un ademán con el mentón y gruñendo algo inteligible, en su
mayoría ancianos que tal vez se sentían desdichados por vivir sus últimos días
tal como los estaban viviendo.
--Es
mejor no tomar en cuenta aquellos vecinos –les susurró la señora Santibáñez a
los demás, luego de haber pasado el primer anciano gruñón--, menos tratar de
conseguirles una taza de azúcar o pedirles prestado un alargador para enchufes.
Todos
rieron por el chiste.
Bajo
un brillante y cálido sol de invierno, bañado por veloces nubes que parecían
correr en una frenética carrera entre ellas, los cuatro Santibáñez llegaron
hasta el local de comida rápida. Algo extrañado, el joven tipo que atendía
(cuya edad debía redondear los treinta años) los saludó y les preguntó si
querían almorzar allí.
--Sí
–replicó el papá de Francisca--. ¿Qué tienen de menú?
--Los
clásicos de ayer y hoy –le dijo el hombre del otro lado de la mesa, luciendo
una amplia sonrisa--. Tenemos arroz, ensaladas, fideos y porotos. Y para
acompañar, le tenemos pescado frito,
pollo asado, papas fritas y hamburguesas.
--¿Qué
van a querer? –les consultó el señor Santibáñez a su esposa e hijos. Luego de
que éstos contestaron, el señor Santibáñez se lo hizo saber al vendedor--.
¿Cuánto es en total?
El
vendedor le indicó cuánto.
--¿Ustedes
son nuevos acá, no? –le preguntó el hombre al señor Santibáñez mientras éste
intentaba sacar su billetera del bolsillo posterior de sus jeans--. ¿O son
familiares de algún vecino de por acá cerca?
--Somos
nuevos –le respondió el señor Santibáñez, extendiendo un billete de diez mil
pesos hacia él--. Acabamos de llegar ayer, en la noche.
--Ya
veo –asintió el vendedor, con cara de haber visto calzar ante sus ojos todas
las piezas de un rompecabezas--. No les quise preguntar nada en la mañana...
Como venían en auto, supuse que eran turistas o algo por el estilo. Verlos por
segunda vez en el día, y a pie, me dejó en claro que tenían que vivir por acá
cerca.
--Muy
buena deducción –sonrió el señor Santibáñez.
--Hacer
deducciones resulta muy entretenido cuando no hay mucho qué hacer –dijo el
vendedor--. Sobre todo en un día domingo --Y diciendo esto, le hizo entrega del
cambio correspondiente al papá de Francisca--. En seguida le traigo sus
pedidos. Si gustan, pueden tomar asiento en donde les plazca.
--Muy
amable, gracias.
A
los cinco minutos después, los Santibáñez se encontraban almorzando al aire
libre los menús que cada uno había pedido. Comieron lentamente, saboreando,
muertos de hambre, cada trozo de comida que se llevaban a la boca. Para cuando
hubieron terminado, todos satisfechos, las distintas mesas repartidas por todo
el lugar se hallaban ocupadas por familias que seguramente querían descansar el
último día de la semana antes de empezar otra nueva.
“Quién
como ellos”, pensó Francisca, recordando que tenían que volver a casa para
continuar con el orden de todas sus pertenencias.
--¿Todos
listos para seguir con el maravilloso trabajo? –les preguntó el señor
Santibáñez a su familia, bostezando.
Todos
afirmaron con alicaídos movimientos de cabeza. Despidiéndose del vendedor (que
no dejaba de recibir más y más clientes), los Santibáñez se encaminaron hacia
su hogar a pasos lentos, como si lo que menos quisieran fuera llegar a ella.
Allí,
por desgracia de sus ya cansados cuerpos, no terminaron de trabajar hasta eso
de las siete de la tarde.
--Al
menos ya todo se ve más ordenado y limpio –resopló el papá de Francisca
observando la casa con aire satisfecho--. ¿Se dan cuenta de lo hermosa que es?
--Sí
–aprobaron todos. Y tenía razón: la casa de verdad se veía bonita, con una
lámpara halógena en una de sus esquinas, justamente arriba de un cómodo sillón,
como para detenerse a leer ahí debajo; un estante lleno de libros de recetas,
enciclopedias del cuerpo humano y distintos tomos de atlas mundiales; un
pequeño mini bar para los adultos y visitas; y, cómo no, el bien amado
televisor instalado en una de las paredes del vestíbulo, al frente del sofá
familiar. La casa tenía ése aire acogedor que la gran mayoría de las casas
anteriores no tenían en un principio. Era extraño, pero por primera vez, en
años, Francisca se sentía como en casa.
--¿Qué
más nos falta? –preguntó Sebastián, abriendo la boca como hipopótamo para
bostezar.
--Bueno,
ya que lo dices –le dijo su padre--, tenemos que ir a por provisiones al
supermercado. ¿Quién dijo yo?
Francisca
sabía que diciendo “yo” o no, todos tendrían que volver a subir al auto para
dirigirse al centro de la ciudad, en donde naturalmente se encontraría el
supermercado al que debían ir para buscar comida con qué rellenar el
refrigerador y los estantes de provisiones.
--Mejor
voy a buscar un abrigo –exhaló su esposa, dirigiéndose al segundo piso con
pasos cansados, dejando al señor Santibáñez con sus palabras en el aire.
Francisca
y Sebastián la siguieron en silencio.
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