Pacto bajo la luna llena

Parecía uno de esos típicos lugares precisos para una foto postal; además, la luz sangrienta del atardecer lo bañaba todo a esa hora, lo que lo volvía (como lo llamó Macarena apenas lo vio) un sitio “momento Kodak”. Lo recuerdo todo como si fuera ayer. Por desgracia.

--¿Una viña en medio de un desierto? ¡Vaya, qué maravilla! –dijo ella, enseñándome una sonrisa. La primera de todo el viaje. La primera en cientos de kilómetros.

--Parece ser la única atracción del pueblo –dije, deteniendo el vehículo en la berma de la carretera--. ¿Tomamos onces acá? Tengo hambre y me imagino que la gente debe vender pan recién amasado.

--Ya lo creo –resopló Macarena, mi esposa, mirando hacia la enorme viña que parecía un extraño manto sobre el gigantesco cerro que teníamos a la derecha. Todo lo demás, en efecto, era desierto, plano, con algo de aquella vegetación que yo llamaba agresiva. Bajo el cerro, a unos cuantos kilómetros desde nuestra posición, todo de lleno hacia la derecha, se veían unas cuantas casas de aspecto humilde, alejadas de la mano de Dios. No se veía un alma; sin embargo, era algo apresurado por parte de nosotros dar por sentado aquello--. Vamos, pues.

Y así fue cómo hice girar el auto hacia el camino de la derecha, en dirección al pueblo que se veía en lontananza. De verdad tenía hambre, y el hecho de imaginarme un pan recién amasado con mantequilla derritiéndose encima, no hacía nada más que avivar la bestia que tenía dentro de mi estómago. No sabía si Macarena también tenía esa misma sensación, porque se había vuelto hacia su ventana, viendo todo el desértico paisaje que dejábamos atrás. No sabía, tampoco, si eso lo hacía porque de verdad le interesaba el lugar o porque de verdad seguía enojada conmigo. Bueno, así era Macarena, la dulce Macarena. Ése era el claro ejemplo de la razón por la que a veces (tres veces en un trimestre, mínimo) teníamos que salir solos los dos en nuestro vehículo compartido en dirección a cualquier carretera del país durante el fin de semana. Dejábamos a Sebastián al cuidado de mi suegra, por lo que no había ningún problema respecto a eso. No sé qué efecto tenía para nosotros el hecho de recorrer juntos en vehículo una enorme cantidad de kilómetros sin hacer nada más; era como una terapia, una manera de arreglar nuestros problemas con el silencio existente entre nosotros, el ruido del motor y los acordes de nuestros discos de nuestra banda favorita: The Cure.

En fin, allí estábamos de nuevo. Rumbo a quién sabía dónde.

No estaba muy alejado de la verdad al haber dicho que el pueblo tenía pinta de estar habitado por fantasmas y que su única atracción era (para sorpresa de todos) una viña en medio del desierto cubriendo el único cerro a la redonda.

Las casas del pueblo estaban ubicadas en una sola calle que hacía las de avenida, todas hechas de adobe. No se veía movimiento y nadie parecía notar que en la polvorienta calle transitaba un vehículo anexo a todo lo que parecía ser su monótona vida.

--No parece que alguien trate de ganarse unos cuantos pesos preparando comida para viajantes en este lugar –dijo Macarena sin disimular su desdén. “De tal palo, tal astilla”, recuerdo haberme dicho a mi mismo, pensando en su madre.

Fue en eso que me percaté, como por arte de magia (si es que existió alguna vez en ése momento), de que una de las casas al final de toda la avenida tenía un pequeño cartel pegado en su ventana ofreciendo comidas típicas de la zona. No creo que la gente que vivía dentro hubiera tenido permiso municipal y patente para dar tal servicio, pero peor era nada. Le pregunté a Macarena si es que quería bajar para probar qué tal la comida de la gente del pueblo. Me respondió con un dudoso asentimiento de cabeza.

Luego de estacionar el auto afuera de la casa, llamamos a la puerta. Demoró cerca de medio minuto en aparecer una señora de edad por ella.

--Buenas tardes –nos saludó ella en un murmullo. Seguramente estaba tan acostumbrada al silencio que no le era habitual hablar fuerte como nosotros, los hombres de ciudad--. ¿Qué desean?

Le explicamos que queríamos tomar onces, que estábamos muertos de hambre. Resultó ser que ella acababa de preparar pan amasado y calentar agua en una tetera. Como no tenía más gente que atender que nosotros y estaba sola, nos dio todo el servicio a mitad de precio. Macarena no dudó en aceptar y seguirme entrando a una oscura y fresca casa ornamentada con viejos cuadros pintados (que al parecer eran retratos de los fallecidos familiares de la dueña) y unos cuantos objetos oxidados con aspecto de haber sido utilizados por mineros en una época ya pasada. El lugar tenía ése ambiente de paz que no se encontraba normalmente en la ciudad; sin embargo, por su falta de luz, no dejaba de ser tétrico.

La anciana nos condujo hasta el patio de su casa, donde tenía puesto un pequeño fogón. Sobre él reposaban un par de teteras (una con agua y otra pequeña con té remojado) y unos cuantos panes amasados. La señora nos invitó a tomar asiento y nos quedamos junto a ella. Ya se volvía de noche afuera; el cielo se iba tiñendo cada vez más de morado. No se escuchaba nada más salvo el murmullo furioso del viento del desierto azotar el terroso suelo. La anciana comenzó a alargarnos uno a uno los panes amasados que había hecho y nos ofreció de una margarina que tenía sobre una mesa al lado del fogón. Al sentir mi estómago rugir nuevamente, no pude evitar zamparme el primer pan; de hecho, Macarena parecía pasar por lo mismo que yo, porque no dudó en comerse rápidamente su primer pan tampoco. Nos servimos té y hablamos de cosas banales por un rato (sobre la tranquila vida en el pueblo, por ejemplo). Seguimos así hasta que se oscureció completamente y Macarena no halló otro momento como ése para preguntarle a la anciana sobre la viña que había en el cerro más cercano (y el único que había a la redonda). La mujer de edad adoptó una extraña expresión seria que, a la luz del inquieto fuego que chisporroteaba en el fogón, se volvió totalmente misteriosa; su edad pareció aumentar en unos diez años más. Recuerdo que mi corazón se aceleró vertiginosamente, y por cómo Macarena apretó instintivamente mi mano, supe de inmediato que a ella también le había pasado lo mismo.

--Esa viña le pertenece al señor Octavio Pedreros –dijo la anciana, con voz rasposa, casi arenosa. Utilizaba aquél tono misterioso de voz del que todas las personas de campo se podían sentir orgullosas, pues era un tono de voz que la gente como yo, teme--. Él era pobre cuando joven, igual que toda su familia y todos nosotros. Pero quiso ser más. No se sentía orgulloso de sus raíces. Por eso hizo un pacto con el diablo. Le prometió dar el alma de una persona de éste pueblo cada vez que hubiera luna llena a cambio de fortuna. Nadie sabe por qué eligió el ciclo lunar como ritual para su petición, porque podría hacerlo cada verano, o cada invierno, o quién sabe cuándo. No, él quiso que murieran muchas personas. Porque él es un hombre malo, muy malo –La anciana hizo una pausa--. Los primeros en morir fueron sus familiares. Primero su padre, que lo maltrataba. Luego su madre, que le echaba la culpa por la muerte de su esposo. Después, su hermana menor, que lo apuntaba con el dedo por ser un hombre maldito. No tardó mucho en pasar el tiempo luego de todo eso para que en su pequeña casa ubicada en el cerro comenzara a germinar vegetación y se encontrara ahí mismo una fuente rica de agua. Nadie se explicó nada. El coludo puede hacer muchas cosas si se le da el premio correcto, tal como lo hizo él. Así fue cómo, de la nada y sin previo aviso, casi de la noche a la mañana, apareció la gran viña de la cual es dueño. Ahora tiene mucho dinero, sí, ése Octavio Pedreros, mucho dinero. Y cada vez que hay luna llena, muere alguien en este pueblo. Así como pasó con mi esposo, mi hermano y mi hijo. El primero de un ataque al corazón. El segundo apuñalado. Y Luchíto, mi hijo, en un derrumbe de la mina en donde trabajaba –La voz de la señora se escuchó quebrar--. Ése maldito se llevó a casi todos en este pueblo. No para. Y no parará nunca.

El silencio que le siguió fue inmutable. Macarena y yo estábamos de una sola pieza. Estaba muerto de miedo. Tenía el presentimiento de que en cualquier momento alguien iba a tomar mi hombro por detrás y me iba a dar un susto que terminaría en un ataque fulminante del corazón. Y yo sabía por qué: ésa noche había luna llena.

--Qué historia más terrorífica –murmuró Macarena, llevándose una mano a la boca. Y la entendí a la perfección: aún con su escepticismo, ella lo había creído todo, pues todas las piezas encajaban. ¿Una viña en pleno desierto...? ¡Por favor, era lógico que allí sucedía algo anormal!

Le pagué a la señora lo que me pidió y, por esas cosas de la vida, antes de atravesar la salida de la casa, le pregunté si es que tenía una habitación para que pudiésemos pasar la noche en ella. Le expliqué a Macarena (al ver su cara de sorpresa) que era tarde y que me sentía fatigado; además, no creía que hubiera un motel en unos cuantos kilómetros a la redonda. La señora dijo que sí, que tenía un par que se las arrendaba a camioneros de vez en cuando. Dejé que Macarena se arreglará en el cuarto arrendado mientras yo salía a estacionar bien mi auto.

La luna llena brillaba más que nunca. Más que nunca la había visto en mi vida.

Entré nuevamente al cuarto por el que habíamos pagado y, después de lavarme la cara y los dientes, me eché a la cama con Macarena. Ella no dejaba de pensar en la escalofriante historia que nos había contado la anciana. Le dije que se calmara, que todo era uno de esos cuentos fantasiosos del campo con los que la gente consigue ponerle los pelos de punta a la gente de ciudad. Ya acostados, y al ver que no conseguía dormirse, como nunca, empecé a hacerle cariño en su castaño y liso pelo. Se acurrucó en mí y sentí lo cálida que estaba. Al rato después, se durmió profundamente.

Por mi parte, en cambio, no pude conciliar el sueño pensando en Octavio Pedreros y su sed de dinero. No pude dejar de pensar en él e imaginármelo, cobrando víctimas cada vez que había luna llena para seguir llenando sus bolsillos de plata. Después, y sin darme cuenta, caí rendido ante el poder de Morfeo.

Al otro día me desperté sintiéndome frío. Me incorporé en la cama y miré a mi lado. Macarena seguía durmiendo boca abajo. Intenté despertarla. Al tercer intento no pude evitar zarandearla para que se despertara de una vez por todas. Entonces recién me di cuenta de que estaba helada. No me bastó poner mi mano sobre su cuello para saber que estaba muerta. Había sido otra víctima más del pacto de Octavio. Me vestí rápidamente, tomé las llaves de mi auto y salí apresuradamente con él hacia la carretera, en donde tenía un poco de cobertura para mi celular. Marqué el número de Carabineros y anuncié la muerte de mi esposa y un atisbo de la dirección en donde me encontraba. Me respondieron que no tardarían en llegar. Vaya que sí se demoraron. Aparqué mi auto en la berma de la carretera y no pude evitar sonreír frente al espejo retrovisor. El muerto bien podría haber sido yo; pero había sido Macarena. La dulce Macarena, siempre tan parecida a su madre. Encendí un cigarro y puse el disco Faith de The Cure. No paré de escucharlo una y otra vez hasta que apareció, en la distancia, el furgón de Carabineros que me habían prometido por telefono.

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