Antonio y Mali

Antonio era un niño de cuatro años que tenía un pequeño gato atigrado llamado Mali, animal que su mamá le había regalado cuando este era bebé el día de su cumpleaños. Con él jugaba a todas horas y a lo que fuera. Mali siempre invitaba al chico a vivir aventuras dentro de la casa y a buscar tesoros por la villa donde vivían. Antonio se divertía mucho con él y lo consideraba su mejor y gran amigo: le contaba todos sus secretos e ideas que siempre iba creando dentro de su mente. Antonio esbozaba una gran sonrisa cada vez que Mali aparecía por el alfeizar de su ventana invitándolo a descubrir nuevos misterios por las mañanas. Para ellos, no había nada mejor que estar el uno con el otro, juntos, inseparables. Para ellos, la vida era algo lleno de alegrías y entretenimiento, nada más que de eso.

La mamá de Antonio había encontrado a Mali un sábado por la mañana mientras este hurgaba tímidamente el tacho de la basura en busca de algo de comida. De inmediato pensó que podría ser una buena compañía para su hijo, quien no tenía ningún amigo en todo el vecindario; además, su cumpleaños estaba cerca y el gatito atigrado que la observaba con pena parecía ser un buen regalo.

Mientras la mujer miraba a su hijo jugar con su pequeña mascota, se preguntaba que qué pensaría un niño con autismo, estático y solitario, sobre la alfombra del vestíbulo del hogar, acerca de un gato, de Mali para ser más exactos. Su única respuesta fue que tal vez no pensara nada, que para él solo fuera una cosa que se movía en cuatro patas, que emitía sonidos y que podía escalar paredes, si es que ya entendía lo que eran los sonidos y las paredes.

Si Antonio le hubiera podido hablar alguna vez a su madre en toda su vida, le hubiera dicho, alegremente, que estaba equivocada, muy, muy equivocada.

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